24 de diciembre de 2021: idealización de lo humano vs redefinición del humanismo
Hoy, como todos los días estos tiempos recientes
(antes salía a comprar los periódicos y veía la televisión), enciendo temprano
el teléfono para ver noticias y saludar a las amistades madrugadoras. Gracias a
medios alternativos, me llegan titulares sobre Palestina: “Miles de colonos
israelíes llegaron hoy en autobuses hacia la aldea palestina de Burqa en
Cisjordania en preparación de pogromos bajo la protección del ejército de
ocupación israelí. Cantaron muerte a los árabes y llamaron a quemar sus aldeas.”
La tecnología actual me permite ver a los
protagonistas de la invasión saltar y gritar eufóricos con absoluta
prepotencia.
Simultáneamente me llegan –muchos, por suerte- los
mensajes acostumbrados en esta fecha, esos cargados de buenos deseos que
reivindican la idealización de una humanidad hermanada, esa que precisamente se
desmiente en los sucesos de Palestina; esa que yo, aunque lo intento año tras
año, no logro ver.
He visto sí, toda clase de lecturas y adivinanzas
sobre el devenir de esta humanidad sufriente de la primera pandemia del Tercer
Milenio. No deja de asombrarme la capacidad soñadora de quienes le atribuyen al
covid 19 el poder de provocar transformaciones estructurales del sistema
económico predominante y hasta del modelo civilizatorio impuesto desde tiempos
del colonialismo imperial europeo y reeditado en la era imperialista
contemporánea.
Pido disculpas por aguafiestas, pero no diviso esas
quimeras en el horizonte.
¿Qué condiciones del ser humano sobresalen de manera
crudísima en el marco pandémico mundial?
En primer -y obvio- lugar, nuestra condición de
frágiles seres biológicos. No somos más que eso en la hora de la existencia más
elemental; razón que debería bastar para que los “buenos deseos” de mis
amistades se cumpliesen al pie de la letra, así como ese eterno sueño por el
que ha luchado una parte de los humanos: la igualdad. Pero esto no ocurre por
efecto espontáneo, menos cuando –precisamente- esa esencial condición biológica,
lanza a millones de seres humanos al umbral de la sobrevivencia.
En segundo lugar, el humano, ese minúsculo ser de la
totalidad, constituye el elemento más problemático de la naturaleza: criatura
insaciable, de necesidades crecientes (naturales y creadas), con capacidad transformadora
por poseer raciocinio, que para proveerse de alimento, guarecerse de determinadas
condiciones climáticas o simplemente alcanzar más confort, crea herramientas,
acumula experiencia, sistematiza saberes, se confronta con la naturaleza y con
los otros que supone diferentes. Este individuo se mueve por el deseo de
satisfacción, por el miedo a lo incomprendido, y por el afán de pervivir (forma
grupo y concibe sus mitos).
Y en tercer lugar, lo más olvidado, lo que realmente
constituye y da existencia al ser humano, eso que los poderes fácticos a través
de la historia se han esmerado en ocultar, falsear, manipular: que lo verdadera
y únicamente humano es lo social.
No existe el individuo sin el colectivo. Y esto es
válido para otras especies vivientes. Algunas se extinguieron y otras están en
peligro de desaparecer, por drásticos cambios ambientales, que en nuestro
tiempo se aceleran por la intervención vertiginosa de la actividad humana.
En el humano se mantienen rasgos del origen animal,
como los instintos, la interdependencia y lo gregario, pero se desarrollan como
en ninguna otra forma de vida la comunicación y la creación: he allí lo
específico del trabajo social que crea lo humano.
La economía es eso en principio: la búsqueda de los
bienes de consumo y las formas de organizar
la producción, como componente imprescindible de la existencia y la formación
social.
Surge la posesión comunitaria como necesidad
existencial, y luego la propiedad particular como fuente de poder. El
intercambio exige definiciones del valor relativo de los bienes frente a las
necesidades y a las posibilidades: el valor de cambio. El mercado pasa a
definir la noción de lo humano en cada etapa del devenir histórico, como expresión
de esa categoría medular del proceso civilizatorio específico -y global- que es
la mercancía. El verbo “tener” antecede al sustantivo “poder”, y éste se torna
en relaciones que acrecientan la tenencia, y la acumulación como secuela de la
contradicción trabajo-propiedad.
La lógica de la sociedad capitalista se encarga de ir
triturando eso que la noción ingenua del humanismo quiere revivir con
nostalgia: “Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su
séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas
envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se
esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la
fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los
demás” (Marx y Engels, 1848)
La confrontación por el poder radica en la
racionalidad de sociedades basadas en el control de la propiedad, más allá de
las necesidades de la comunidad. Entonces deja de existir lo “humano” como
figura idealizada desde perspectivas mágico-religiosas.
La propiedad entendida como un fin en sí mismo que
provoca saltos cualitativos en la evolución de todo lo humano, sea individual o
colectivo, nos la presenta Galbraith como epicentro de la contradictoria dinámica
social: “Y la cuestión de la propiedad pública o privada de los medios de
producción marca la gran diferencia entre los mundos capitalista y socialista.
De modo que aunque la aportación teórica romana haya sido escasa, no por ello
dejó el genio romano de identificar y dar forma a la institución que, más que
cualquier otra, constituiría el punto de mira de las aspiraciones personales,
del desarrollo económico y del conflicto político en los siglos siguientes”.
La soledad del individuo entre la muchedumbre que
rinde culto a la mercancía, lanza al humano al llamado “darwinismo” social,
desvaneciendo toda noción de solidaridad, la competencia brutal convierte al
semejante en objeto utilitario y/o potencial enemigo; nada que no contemple la
cartilla de antivalores impuestos desde las exquisitas atalayas del
neoliberalismo económico.
El humanismo homocéntrico se autodestruye por la
voracidad del poder de los poderes: el capital transnacional. Las guerras y la
destrucción de los ecosistemas nos muestran con nitidez la verdadera condición
del humano. Hitler era tan humano como Netanyahu.
El “humanismo” cristiano que aflora en estas fechas –cada
vez más ensordecido por las jugarretas del mercado- no se sostiene ante los
demoledores martillazos de la cotidianidad, quedando marcado por el hereje
aforismo del Manifiesto: “El socialismo cristiano es el hisopazo con que el
clérigo bendice el despecho del aristócrata”.
Las selvas son devoradas por el afán de lucro de
empresarios que en el nombre de su “Dios” asesinan a los pueblos originarios
que sobrevivieron a la invasión que hace más de cinco siglos hicieron otros
genocidas en nombre de “Dios”.
Es iluso insistir en lo “humano” como lo puro y
virtuoso; y ofensivo a la dignidad, abusar de la creencia popular para
eternizar la opresión, como han hecho las iglesias –salvo muy contaditas
excepciones- a lo largo de la historia. Los nazis gozaron de bendiciones, como
los sionistas son elegidos de un “dios”.
La ciencia está en medio de la contradicción como
necesidad y fuente de poder. El control de las farmacéuticas por parte de los
capitales transnacionales condena a la humanidad excluida a padecer todas las enfermedades
sin derecho a nada: esa parte de la humanidad que aquella otra no consideró
humanos, los invadió, les hizo guerras injustas, despojó de sus naciones y les
esclavizó.
La creación artística es parte del juego: se está por
la igualdad o se sirve de bufón al capital. Me ha dado pena ajena, mucha pena,
por Blades y Milanés, otrora juglares de causas justas, trocados en tartufos
por hechicería de los Stefan: ¡Humanistas a lo Posada Carriles!
“El dinero humilla a todos los dioses del hombre y los
convierte en una mercancía…Hasta el mismo amor, la relación entre hombre y
mujer, se trueca en un objeto comerciable”, llegó a expresar el judío Carlos
Marx.
También el esclavista Aristóteles dijo lo suyo al
respecto: “Hay hombres que convierten cualquier cualidad o cualquier arte en un
medio de hacer dinero; lo toman por un fin en sí, y creen que todo debe
contribuir a alcanzarlo”.
La humanidad es diversidad cultural, lingüística,
nacional, más allá de la piel que tanto disgusto causa a las elites “blancas” y
sus seguidores, con sus creencias, sus religiones…sus “blancas navidades”, con
la blanca barba del consumismo y la nieve blanca de la frivolidad.
El poder feudal y el capitalista, los imperios
mercantiles y el imperialismo, asumen para sí el poder del “creador”, “salvador”,
“castigador”, “decisor” de destinos, fuente de poder político-racial-social, ritual
y amuleto de poder personal; “derecho divino” a hacer las guerras: allí están
los estragos causados por Estados Unidos, Inglaterra y la OTAN con argumentos
falsos en países que quedaron destruidos. “Dios me habló”, dijo Bush sediento
de sangre y ganancias.
Pero ni “Dios” ni el “humanismo” son culpables de
ninguna atrocidad cometida por el humano. Ya decía Bolívar: “llamo humano lo
que está más en la Naturaleza, lo que está más cerca de la primitivas
impresiones”. Lo dijo en Cuzco tras el Inti Raymi de 1825.
Un nuevo juego de guerra acecha. Los capitales se
disputan el control de los recursos naturales y los mercados. La pandemia no
los detiene ni les hace modificar un ápice sus apetencias. Al contrario, sacan
cuentas con su ábaco malthusiano para aprovechar la ocasión. Seguro que despoblar
regiones ricas en minerales y fuentes de energía matando su gente por falta de
vacunas les parece un negocio espectacular.
Una nueva civilización debe contemplar al menos estos tres
elementos:
1.- Ética ambiental: el humano es apenas una parte de
la Naturaleza, no su dueño.
2.- Propiedad común: desacralizar la propiedad
privada, todos los bienes, incluida las ciencias y las tecnologías, son
creaciones de la humanidad y a ella toda deben servir.
3.- Reivindicación de la ancestralidad: todos los
pueblos merecen respeto a su ser colectivo, su cultura e historia; debe ponerse
fin definitivo al colonialismo patriarcal y reiniciar el diálogo igualitario
entre las naciones.
Esta es mi fe y no soy iluso ni optimista: hay mucha
lucha que librar por esa sociedad que permita la coexistencia del humano entre
sí y de éste con la Madre Natura. Sería la única forma de preservar la vida en
el planeta, y no está predeterminado ni garantizado que podamos lograrlo.
Yldefonso Finol
No hay comentarios:
Publicar un comentario