martes, 23 de junio de 2020


Manuela y Bolívar en el Inti Raymi de 1822: por una reinterpretación de la historia desde la perspectiva de género
Introito
La Coronela Manuela Sáenz fue una heroína de la Independencia que combatió en Ecuador (su país natal), Perú, Bolivia y Nueva Granada. Sirvió a Colombia, la original, con tal lealtad, que arriesgó su vida para tratar de sostenerla. Tanto en Quito como en Lima conspiró en la clandestinidad contra la dominación colonial. Cuando el 16 de junio de 1822, El Libertador entra en Quito, Manuela Sáenz es una entusiasta integrante del comité organizador del recibimiento. Ella es la mujer más destacada de la Guerra de Independencia en Suramérica. Su valentía personal la llevó a romper todos los dogmas de la rancia sociedad colonial. Abriéndose paso entre los muros y las sombras del más detestable machismo, ganó su libertad de conciencia y desempeño cuando a la mujer se le negaba hasta la existencia como ser humano con derecho a expresarse. La cultura patriarcal dominante (también en la historiografía) la ha pretendido reducir a simple amante de Bolívar, con ello la han querido mancillar. Nada más ruin y retrógrado. Amarse esas dos almas libres y poderosas no era sólo cuestión de afinidad ideológica, que lo fue altamente, o de sensual atracción cósmica, que lo fue entrañablemente; el amor de Bolívar y Manuela, estremecedor en la mitad del mundo, delirante en la cima del planeta, sanador en los estremecimientos, salvador en las tinieblas de los hombres, es nuestra historia fundadora como raíz de lo sublime y eterno, es la fuerza telúrica que nos mueve a abrazar como ninguna otra estirpe sobre la Tierra, a la humanidad total.   
I
Celebramos ese junio que Simón Bolívar conociera a Manuela Sáenz, la revolucionaria quiteña que con su talante y entrega, cambió la historia afectiva del Libertador, siendo el único gran amor que no perdió por los funestos azares de la muerte (tal desgracia le tocó ahora a Ella). Se vieron por primera vez aquel domingo 16 que El Libertador llegó a Quito, y se juntaron el sábado 22 al influjo del Inti Raymi, fiesta del Sol prohibida desde el siglo XVI por el Imperio Católico, pero que el pueblo siguió conmemorando clandestinamente, como este amor que inauguraba el renacer de la libertad en el solsticio. 
En su diario, Manuela cuenta la entrada de Bolívar por las angostas y empinadas calles quiteñas: “Cuando se acercaba al paso de nuestro balcón, tomé la corona de rosas y ramitas de laureles y la arrojé para que cayera al frente del caballo de Su Excelencia; pero con tal suerte que fue a parar con toda la fuerza de la caída, a la casaca, justo en el pecho. Me ruboricé de la vergüenza, pues el Libertador alzó su mirada y me descubrió aún con los brazos estirados de tal acto: pero se sonrió y me hizo un saludo con el sombrero pavonado que traía en la mano, y justo esto fue la envidia de todos, familiares y amigos, y para mí el delirio y la alegría de que Su Excelencia me distinguiera de entre todas, casi me desmayo”.
En aquella Quito apretadita en las alturas, que el Padre Sol besa con tanta cercanía, se respiró un inusitado aire de libertad e igualdad. El pueblo indígena y mestizo se mezcló en la muchedumbre alborozada para aclamar al hombre que puso en fuga tres siglos de genocidio y esclavitud. Esos a quienes ni dejaban entrar a las lujosas iglesias levantadas sobre sus hombros, se abrieron paso para ver y tocar al Libertador, ese venezolano que amablemente detuvo la solemne marcha para saludarles con sincero afecto.   
Esa noche en la gala homenaje, el anfitrión Juan Larrea presentó a Manuela con Bolívar, hubo química instantánea y pronto –a instancias del melómano caraqueño- bailaron valses, y hasta los aburridos minués que no gustaban a Manuelita sirvieron para el canje de miradas insinuantes. El cortejo se deslizaba al debate político, incluyendo alusiones a los clásicos griegos, aunque para la muchacha enamorada de la boca del pretendiente “no salían sino fragancias de una caja de música”.
Manuela, sensible como la nieve del Cotopaxi, profunda como las brasas del Tungurahua, viaja al espíritu a través de los hilillos de luz que la rozan desde los ojos del héroe: “Me di perfecta cuenta que en este señor hay una gran necesidad de cariño, es fuerte, pero débil en su interior de él, de su alma, donde anida un deseo incontenible de amor. Su Excelencia trata de demostrar su ánimo siempre vivo, pero en su mirada y su rostro se adivina una tragedia. Me comentó que se sentía en el cénit de su gloria; pero que, en verdad (y esto lo dijo muy en serio), necesitaba a alguien confidente que le diera seguridad”.
El 24 de julio de ese año de 1822, Bolívar cumplió 39 años renovado de ilusiones por haber completado exitosamente la liberación del departamento sur de su Colombia, que había proyectado en la Carta de Jamaica de 1815 y creado en 1819 en Angostura del Orinoco. Más renovado aún en sus alegrías por la presencia de Manuela.
Habían bajado a Guayaquil –Él antes, Ella unos días después- a seguir dibujando el mapa de la historia, entre bandadas de garzas, y el abrazo del Libertador del Sur, el argentino José de San Martín.
II
Distintas fechas se han dado sobre el natalicio de Manuelita. El investigador ecuatoriano Carlos Álvarez Saá (a quien se debe el rescate de sus diarios) lo ubica el 27 de diciembre de 1795 en un “ambiente altamente insurrecto”, otros autores hablan del año 1797. Las indagaciones biográficas tendrán que precisarlo.
Las mejores amigas de Manuela fueron sus propias empleadas, Nathan y Jonathás, con las que se divirtió y practicó equitación, esgrima y tiro al blanco. También conspiraron y espiaron juntas al servicio de la revolución. Siendo niña, vivió los acontecimientos del 2 de agosto de 1810 en Quito, cuando los patriotas presos desde el año anterior por haberse atrevido a ser pioneros de la independencia, fueron asesinados brutalmente por los realistas. Como era costumbre del cristiano Imperio Colonial, cortaron las cabezas de las víctimas para colgarlas en los sitios más vistosos de la ciudad.
Su padre, funcionario real y hombre de negocios, decide casarla con un comerciante inglés, la ceremonia ocurre en Lima el 27 de julio de 1817. Manuela no se deja reducir al rango de “esposa”, y participa activamente en el movimiento independentista. Entre otras gestiones, articula con su hermano José María para cambiar el batallón realista Numancia a las filas patriotas. El Protector del Perú, San Martín, la condecoró con la Orden Caballeresa del Sol por sus aportes.
Este dato es muy importante para desmontar la tesis de que Manuela entra al movimiento revolucionario a partir de su amor con Bolívar, lo que no es cierto.
A fines de 1821 viaja a Quito para tramitar asuntos de la herencia que ha dejado su abuelo. Inmediatamente se contacta con sus camaradas quiteños y asume tareas preparatorias de las acciones que lidera Antonio José de Sucre por órdenes del Libertador Simón Bolívar. El 19 de mayo de 1822 se inician las hostilidades. Manuela quiere combatir, pero los oficiales al mando no se lo permiten “por no tener permiso de su esposo ni de su padre”. Nótese la impronta del feudalismo patriarcal al cual tiene que enfrenarse la mujer en ese tiempo.
No se arredra. Sabe que su lugar debe conquistarlo luchando. De su propio peculio adquiere víveres y otros bienes que entrega en los campamentos. En la Batalla de Pichincha evacúa y ayuda a los heridos, aliviándolos con la medicina natural que conoce de los originarios quichuas. Todo lo que daba le parecía poco comparado con el trofeo de la libertad que aspiraban coronar. Manuela comienza a ser conocida por la dirección militar de la revolución, entablando buena amistad con Sucre.
Bolívar llega a Guayaquil el 13 de julio de 1822; Manuela lo sigue hasta la hacienda El Garzal, donde se instala el día 19 para pasar juntos el cumpleaños del Libertador. La entrevista con San Martín se dio los días 25, 26 y 27 de julio, quedando planteada la integración de Guayaquil a Colombia (la original).
Ese año 1822 nuestro Libertador vive un momento estelar. Inspirado en la felicidad que ha encontrado con su compañera quiteña, y tal vez contagiado del diálogo poético que mantiene con los bardos guayaquileños, escribe en octubre el Delirio sobre el Chimborazo.
III
En septiembre de 1823, Bolívar se encuentra en Lima, donde recibe la noticia de un levantamiento ocurrido en Quito, pero que fue sofocado gracias al arrojo y contundencia con que actuó Manuela. Inmediatamente le escribe felicitándola y solicitándole que venga a Lima “para hacerse cargo de la secretaría de la campaña libertadora y de su archivo personal”, quedando incorporada efectivamente al Estado Mayor General a partir de octubre cuando llegó uniformada de húsar a asumir sus nuevas funciones.
A partir de entonces Ella se adentra mucho más en las cuestiones militares y políticas; tiene acceso a reuniones y a la correspondencia que mantiene Bolívar con el gobierno en Bogotá, en la cual Manuela constata la falta de apoyo a la causa del Perú por parte del vicepresidente Santander.
Durante la convalecencia de Bolívar en Patilvica, la teniente de húsares Manuela Sáenz acude con el grupo de oficiales que van a acompañarle. El 9 de junio le escribe desde Huaraz invitándola a marchar sobre Junín. Manuela va con el Ejército Patriota, y el 6 de agosto de 1824 triunfan juntos los dos corazones enamorados que son el pueblo todo de Nuestra América. Por los méritos acumulados es ascendida a capitán de húsares, con mando en las “áreas estratégica, económica y sanitaria de su regimiento”.
Mientras la heroicidad colmaba glorias para la libertad continental, en Bogotá el ocioso intrigante despojó a través del Congreso las facultades extraordinarias de que se hallaba investido El Libertador, que eran el soporte jurídico de sus actuaciones, y sin las mismas quedaba atado de manos. Manuela sospechaba de esas jugadas ruines por la lectura entrelineas de las comunicaciones del apoltronado vicepresidente.
Permítaseme un paréntesis para sacarme algo del alma: ¿por qué la oligarquía (y cierta elite intelectual) peruana se empeñó tanto en calumniar al Libertador Simón Bolívar, que entregó sus mejores energías por la independencia del Perú, y nunca le dedicaron una mala palabra al que, negando los recursos y manipulando ridículos burocratismos, saboteaba los esfuerzos de todo un ejército formado por millares de patriotas? Algún día se debe alzar la voz de la dignidad peruana reivindicando a sus verdaderos bienhechores.
El 9 de noviembre de 1824, Bolívar escribe a Antonio José de Sucre, desde Chancay preocupado por la situación de Manuela dentro del ejército: “ruego como superior de usted, de cuidar absolutamente a Manuelita de cualquier peligro. Sin que esto desmedre en las actividades militares que surjan en el trayecto o desoriente los cuidados de la guerra”. Un mes más tarde, el 9 de diciembre de 1824, la Batalla de Ayacucho culmina con gloriosa victoria bolivariana que inmortaliza al Gran Mariscal Antonio José de Sucre como General de prestigio mundial. Éste, en su parte de guerra al Libertador, ofrece detalles de la contienda, donde destaca muy especialmente la actuación de Manuela: “incorporándose desde el primer momento a la división de Húsares y luego a la de Vencedores: organizando y proporcionando el avituallamiento de las tropas, atendiendo a los soldados heridos, batiéndose a tiro limpio bajo los fuegos enemigos; rescatando a los heridos... Doña Manuela merece un homenaje en particular por su conducta, por lo que ruego a Su Excelencia le otorgue el grado de Coronel del Ejército Colombiano”.
Al recibir el informe, emocionado, Bolívar escribe a Manuela aparentando un liviano reproche por contrariar su orden: “de que te conservaras al margen del cualquier encuentro peligroso con el enemigo”. Pero las loas asoman los verdaderos sentimientos que el orgullo amoroso anida para la valiente compañera: “a más de tu desoída conducta, halaga y ennoblece la gloria del Ejército Colombiano, para el bien de la patria y como ejemplo soberbio de la belleza imponiéndose majestuosa sobre los Andes. Mi estrategia me dio la consabida razón de que tu serías útil allí; mientras que yo recojo orgulloso para mi corazón, el estandarte de tu arrojo para nombrarte como se me pide, Coronel del Ejército Colombiano”.
El parásito monroísta que ya por entonces echaba raíces en Bogotá, se atrevió a cuestionar la autoridad de Bolívar, en una carta que fue preámbulo de la escalada traicionera que tiró al hueco del chiquero a su autor. Santander pretendía que El Libertador degradara a Manuela, partiendo del prejuicio de que su ascenso era un favor personal, y que constituía “un oprobio para el glorioso Ejército Colombiano”. (Ejército al que este falso leguleyo no servía desde 1819, cuando en mala hora Bolívar lo dejó encargado de vicepresidente)
Simón Bolívar le contesta en comunicación del 17 de febrero de 1825: “¿qué quiere usted que yo haga? Sucre me lo pide por oficio, el batallón de Húsares la proclama; la oficialidad se reunió para proponerla, y yo, empalagado por el triunfo y su audacia le doy ascenso, sólo con el propósito de hacer justicia. Yo le pregunto a usted ¿se cree usted más justo que yo? Venga entonces y salgamos juntos al campo de batalla y démosles a los inconformes una bofetada con el guante del triunfo de la causa del Sur. Sepa usted que esta señora no se ha metido nunca en leyes ni en actos que no sean su fervor por la completa Libertad de los pueblos, de la opresión y la canalla. ¿Que la degrade? ¿Me cree usted tonto? Un ejército se hace con héroes (en este caso con heroínas) y éstos son el símbolo del ímpetu con que los guerreros arrasan a su paso en las contienda, llevando el estandarte de su valor”.
La pareja de cóndores vuelan al cenit con sus alas abiertas bañadas por la caricia de luces universales; mientras, una sabandija se revuelca en los pantanos sin lograr siquiera alzar la mirada.
IV
El machismo historiográfico
En el caso de un genio universal como Simón Bolívar, líder político-militar que demolió al Imperio más grande de su tiempo, arrancándole de las garras un continente con sus mares y costas, sus tesoros (ya esquilmados) y sus gentes desconcertadas por el advenimiento de la libertad, surgen toda clase de autores ávidos de biografiarlo, por pasión filosófica o aventurerismo editorial. En toda la abundante obra dedicada a la vida y gesta del Libertador y a su tiempo histórico, el trato dado a Manuela Sáenz es absolutamente machista. Invisibilizada por los cronistas de la época, calumniada por la oligarquía que frustró el proyecto emancipador, demonizada por los santanderistas, Manuela tuvo que padecer en los libros el látigo de la inquisición que la persiguió aún en el limbo de la muerte, por el más terrible de los “pecados” que se le imputaban: ser irreductiblemente bolivariana.
Revisemos el caso del historiador Gerhard Masur, que huyó de Alemania en 1935 y en 1938 se mudó a Colombia, contando con el apoyo económico de la Fundación Rockefeller para escribir una biografía sobre Simón Bolívar, a partir de las fuentes neogranadinas que le ayudaron a tejer su versión de aquellos hechos históricos lejanos, extraños a su espectro emocional, pero cercanos a sus alforjas.  
“Ella parece haber hecho algunos esfuerzos para ocultar su origen”, sentencia el judío alemán, dando su particular exégesis de esta afirmación de Manuela: “Mi país es América”. Lo que debía ser considerado como una posición ideológica en la contienda colonia-independencia, el biógrafo lo considera un “complejo de inferioridad”.
“Era en realidad hija del sol tropical, de crecimiento desenfrenado y apetitos insaciables”, especula Masur en un alarde de psicoanalista. Y no resiste la tentación de estigmatizarla: “Es cierto que su origen está oscurecido por la nube de la ilegitimidad”.
Como dice un clásico del ska venezolano, “el racismo es una enfermedad del espíritu, el cuerpo, el alma y la mente”, y Masur vino contagiado de ese virus del que quiso huir. Estas son sus palabras: “Le pusieron de compañeras a dos negras, que se apegaron a ella. Estas amigas íntimas de sus primeros días tenían buen humor, eran extravagantes y conocían todos los chismes de la ciudad. Como la mayoría de las niñas de su raza, se desarrollaron pronto, y como consecuencia del ambiente se hicieron sensuales y disolutas. Manuela absorbió inconscientemente estas licencias en su vida diaria”.
Para este caballero germánico tan bien acogido por la elite bogotana, Manuelita Sáenz, por juntarse con “negras” y ser “hija natural”, “desarrolló el deseo de distinguirse”, lo cual alcanzó “pues la naturaleza la había dotado” para ser “muy atrayente, y lo sabía muy bien…con el instinto de una cortesana innata”.
¿Cómo podemos calificar la cientificidad de este individuo, que además está convencido que “en el mundo católico existe un excelente medio para disciplinar a las jóvenes coquetas”?
Masur se deleita descalificando a la heroína bolivariana con epítetos despectivos: “niña impulsiva y erótica”, “voluble amante”, “apasionada e insaciable”, “diablilla latina”. Coincide con Santander –no faltaba más- en esa “sospecha” de que Manuela “utilizó toda su astucia para lograr su ambición”. Este hijo de mala entraña la llega a tildar de “hetaira”.
Pero hay más. El tintero machista está que se desborda, como el deseo del alemán por transcribir los chismes que le contaron los santanderistas de Bogotá: “Las lenguas malignas hablaron ásperamente de su temperamento sexual; se le acusaba de ninfomanía y de muchas otras cosas aún más diabólicas. Nadie sabe qué hay de verdad en todo esto, pero dos cosas son seguras; era estéril e insaciable”.
¿Es este protervo historiador un palangrista pagado por los Rockefeller para descargar tanta morbosidad en su asedio moral contra una mujer consagrada a las más justas causas de su tiempo, que adicionalmente fue pionera de la emancipación femenina que hoy es contenido paradigmático obligatorio del pensamiento progresista?
Sabemos por experiencia histórica que el santanderismo, como sub-doctrina monroísta, prevaleció entre las cúpulas que se hicieron del poder en la Nueva Granada tras la muerte del Libertador. Entendemos que con ellas se documentó Masur, el inmigrante judío alemán que no ahorró denuestos para enlodar la memoria de Manuela Sáenz, mostrándose muy ajeno a los ejemplos de Rosa Luxemburgo y Clara Zetkin, asesinada la primera y expatriada la segunda, por los mismos perseguidores del señor Masur.    
Lamentablemente, el enfoque positivista extremadamente patriarcal –y racista- dominó la producción historiográfica, y en ese discurso incurrieron muchos autores, como el maestro Indalecio Liévano Aguirre, quien se dejó empujar hacia esos desfiladeros: “En los años de su infancia… sólo encuentra Manuela como compañía que merezca el nombre de tal la de dos negritas esclavas… cuya proximidad y conversaciones habrán, en el despertar de su vida instintiva, de constituir peligroso y enervante estímulo para las curiosidades iniciales de su alma. En la joven Manuela, las pasiones no llegan al conocimiento de su objetivo tranquila y gradualmente, sino que cierta brusquedad acompañada de extraño deleite. El encanto ácido de placeres desconocidos, presentidos a través de las conversaciones y los ejemplos de sus dos compañeras de juego, pone en marcha en esta naturaleza una inquietante sed de embriagueces sensibles, que habrá de conducirla tempranamente al amor con atormentada alegría”.
Y repite con Masur los brollos que la hipocresía aristocrática concibió para destilar su envidia por la grandeza de Manuelita: “precoz coquetería, ambiciones sociales, anhelos que la llevaban desde su infancia a desear el brillo, el triunfo social, todo se fundió en el fuego impaciente de esta pasión, donde se comprometía emocionada y completamente su ardiente juventud”.
¡Qué pena con este señor! Tan deplorable lenguaje hacia una heroína de la Independencia, no puede tener otra explicación que la prevalencia del más repulsivo machismo.
V
Epílogo
Urge la formulación de una teoría de la historia que supere el machismo patriarcal en el discurso historiográfico. Una metodología que nos permita releer y reinterpretar la historia desde una perspectiva de género. Resulta insolente el tratamiento de nuestras mártires y heroínas como simples acompañantes de “grandes hombres”. En el caso específico de Manuela Sáenz, es una cuestión de honor patriótico reconstruir la narrativa de su verdadera épica como militante activa de la revolución independentista, que participó con innegable protagonismo en momentos claves de la liberación de Ecuador, Perú, Bolivia y Colombia.
Simbólicamente, Manuela representa la lealtad bolivariana y el combate a la traición, valores de mucha trascendencia y vigencia en las luchas que libramos en la actualidad. Para el movimiento feminista, en el que nos inscribimos como izquierda ideológica antiimperialista y anticapitalista, Manuela debería ser emblema de la valentía de la mujer que se enfrentó a tres siglos de oscurantismo colonial y a todos sus dogmas castrantes.
Con veneración suena el nombre de Manuelita en la sublime canción del trovador venezolano Jesús “Gordo” Páez, con versos de Bolívar a “su genio encantador”.   Honores a Manuela Sáenz, a 198 años de aquel Inti Raymi de un amor inmortal.
Yldefonso Finol
Historiador bolivariano
Cronista de Maracaibo

sábado, 20 de junio de 2020


Simón y Manuela: huayno taciturno por un Amor del Inti Raimi

Amores del Inti Raimi que a la par del cosmos
Dos soledades cruzaron como dedos al conjuro
Ella, ansiosa de encontrarse en la historia
Él, con tres heridas y media en la coraza de fuego.

Saboreaba el cielo cristales de luz en las nieves
Callaban los volcanes para saciar al vals naciente
Él la besó pausado con su menú de naufragios
Ella -sabia como era- calmó al sediento con sudores.

El Guaraira era una montaña lamiendo al mar
Verde, florecida, mojada, amable, abrazante
El Pichincha como senos encrespados al sol
Delta de rocas que ascienden al elevado sueño.

Él, guerrero trashumante que nunca reposó
Ella, aurora concebida por obra de su arrojo
Las rancias ataduras no mellaron el deseo filoso
El agravio de las lejanías no estropeó la fusión astral.

El amor andino cabalgó entre las sábanas del tiempo
Fueron ocho años en tórrida vocación de eternidad
Como faquires nadaron sobre puñales envenenados
Y llegaron ilesos al refugio que la gloria acolchó para los dos.

Yldefonso Finol
A 198 años del Amor de Manuelia y Bolívar

martes, 16 de junio de 2020

Recordando la entrada de Bolívar a Quito y su encuentro con Manuela Sáenz

Luna de Quito
I
En un éxtasis profundo
Yo tuve un sueño bonito
En plena mitad del mundo
Mirando al cielo infinito
Me dio su brillo rotundo
La Luna llena de Quito.
II
Era tal su resplandor
Que en plata el azul bañaba
Con pinceladas de amor
El cosmos engalanaba
Celebraba el Ecuador
La libertad que gritaba.
III
Testigo es el firmamento
De tu pesencia ancestral
La belleza de tu asiento
Raptó el yugo colonial
Quito inspira el sentimiento
Del aquél que es un hijo leal.
IV
Tu Luna baña en ternura
Los cerros con blanco tul
Verde montaña y altura
En cúpula del azul
Es tesoro tu cultura
Y mi corazón baúl.
V
Besarte es un privilegio
Como Simón y Manuela
Lograron el sortilegio
Plasmar en Luna una esquela
Que hoy cantan en un arpegio
Ecuador y Venezuela.

Yldefonso Finol

domingo, 14 de junio de 2020


El Decreto de Guerra a Muerte: la respuesta de Simón Bolívar a tres siglos de extrema crueldad colonialista
Introito
Entre las diversas calumnias con que se ha perseguido al Libertador hasta nuestros días, está esa de caracterizarlo como un hombre patológicamente cruel, a partir de falsear las circunstancias históricas del Decreto de Guerra a Muerte y tergiversar su contenido, propósito y vigencia.
El Decreto de Guerra a Muerte dictado por Simón Bolívar en Trujillo el 15 de junio de 1813 fue la respuesta patriota al holocausto provocado por el Imperio Español en Nuestra América durante más de tres siglos.
“Nuestra bondad se agotó”, había afirmado una semana antes en su Proclama a los Merideños, tras constatar la rabiosa represión a que había sido sometido todo ser humano que contrariase el poderío español.
I
La represión terrorista aplicada por España contra las expresiones de malestar popular como Los Comuneros en el virreinato de la Nueva Granada, la insurrección popular liderada por el zambo José Leonardo Chirinos en la Sierra de Coro, así como la organizada en La Guaira por los patriotas Gual y España (cuya esposa fue encarcelada estando embarazada y perdió al bebé por las torturas), y la masacre del pueblo quiteño en agosto de 1810, están presentes en la memoria colectiva como telón de fondo de lo que acontecía a quienes se opusieran al mando colonial.
Cuerpos desmembrados, decapitaciones a capricho, cabezas fritas en aceite, pueblos enteros degollados a cuchillo, injustos fusilamientos colectivos de oficiales independentistas, confiscaciones de bienes a las familias, y el ultraje de todo honor y vergüenza en las indefensas víctimas de la barbarie realista, eran parte del estado en que se mantenía a la Venezuela de 1813 arrasada como tierra de conquista.
Por tratarse de la primera guerra de liberación nacional (Herrera) que conoce la historia de la humanidad, por su carácter pionero y por considerarlo un mal ejemplo para las colonias hispanoamericanas, las fuerzas monárquicas no escatimaron castigos contra los revolucionarios venezolanos. España escarmentaba en ellos a los posibles brotes de rebeldía de todo el continente.  
Unido a ello, pesaba el valor estratégico de la ubicación geográfica de esta posesión, puerta de entrada a Suramérica y fachada atlántica de obligado arribo para las flotas que traían las tropas y pertrechos militares, determinante para el control hemisférico, y la navegabilidad con los puertos de la cuenca caribeña.
Hacía seis meses que Bolívar había escrito en Cartagena su Memoria a los ciudadanos de la Nueva Granada, inaugurando su fase de combatiente internacionalista y estratega conductor de ejércitos. En esas descarnadas reflexiones no faltó la crítica sobre las falencias que conllevaron a la caída de la Primera República de Venezuela: falta de maduración de las condiciones subjetivas de la población, ausencia de un ejército consolidado que destruyera el poder bélico del adversario, la tolerancia con el enemigo y la mala gestión de los recursos.
Al menos estos errores, no estaba dispuesto a repetirlos.
II
El 23 de mayo entra triunfante en Mérida donde por primera vez –y para siempre- fue llamado “Libertador”. El recorrido por los páramos de líquenes y frailejones, con la custodia estoica de los cinco picos de nieves perpetuas, va confirmando –sin embargo- la inclemencia de un enemigo sanguinario, que ha regado de mártires, miseria, miedo, atraso y desolación, los más recónditos parajes de la patria. La tortura se aplicaba por igual al luchador por la libertad que a su mujer y sus hijos. Los fusilamientos de pueblos enteros, sin mediar juicio ni pesquisa, mantienen bajo un régimen de terror a la población civil. Los informes confirman en Bolívar la imagen genocida que vio retratada en la lectura del cronista justiciero Bartolomé de Las Casas. Había que detener al bárbaro con la fuerza necesaria para persuadirle de cesar en su carnicería. Arrancarle los colmillos a la fiera en combate cuerpo a cuerpo con la determinación de vencerle o dejar la vida en el intento.   
Las atrocidades cometidas por la dictadura de Monteverde mantuvieron bajo régimen de pánico a la población. El 8 de junio de 1813, Bolívar dice en Mérida: “Las víctimas serán vengadas, los verdugos serán exterminados. Nuestra bondad se agotó ya, y puesto que nuestros opresores nos fuerzan a una guerra mortal, ellos desaparecerán de América y nuestra tierra será purgada de los monstruos que la infestan. Nuestro odio será implacable y la guerra será a muerte”.
Se sube al cenit de la historia la contradicción fundamental: emancipación nacional o dominación colonial. Y, con Brito Figueroa podemos decir que lo más creador en Bolívar es precisamente su odio a toda dominación colonial.
Para poner las cosas en su lugar, el 15 de junio dicta en Trujillo el Decreto de Guerra a Muerte contra los realistas. Los detractores de ayer y hoy han usado esta decisión para crear una “leyenda negra” con Bolívar, así como se le calumnió con la supuesta pretensión de coronarse monarca, cuando nada aborrecía más que la usurpación de la soberanía popular que genera la peor de las desigualdades entre los humanos.
Lecuna, Parra Pérez, Brito Figueroa, entre otros, consideran que esta medida extrema no fue un capricho ni la bravuconada de una psique perturbada como se han empeñado en vender los resentidos antibolivarianos; esa legislación de efectos político-militares severos, todavía en 1819, cuando Bolívar se acerca a Bogotá tras el triunfo de Boyacá, puso en fuga al virrey Sanamo, quien la creía vigente, siendo que su autor la había derogado al desembarcar la Expedición de los Cayos en costas orientales venezolanas.
Brito Figueroa resalta las condiciones propias de una guerra que encerraba profundas luchas clasistas: “Tampoco fue el Decreto de Guerra a Muerte el que impuso la crueldad y la desolación en Venezuela en 1813; ambas fueron expresiones de la intensa lucha de clases –que de una manera sorda y silenciosa había fermentado en la sociedad colonial- y que la lucha por la Independencia, con la consecuente incorporación de la clase terrateniente a los combates por la creación de la nacionalidad, sacó a flote. Instrumento de una causa justa, que no crueldad de Simón Bolívar, fue la promulgación del Decreto de Trujillo”.
El General Rafael Urdaneta, testigo de excepción como protagonista de todo ese período, anota en sus crónicas dos consecuencias del Decreto de 1813: “que los españoles, sabiendo que encontraban una muerte cierta se acobardarían, como sucedió, y que los criollos engrosarían las filas de Bolívar, como era necesario”; para concluir con acertada lógica militar: “Los resultados de la ocupación de Caracas justificaron la medida exuberantemente”. 
Ese 31 de julio, con la Batalla de Taguanes en los llanos que se estrechan hacia los valles centrales, la victoria le abre el camino de retorno a su ciudad natal. El 6 de agosto Bolívar entra en Caracas culminando la que se conocería como Campaña Admirable, partera de la Segunda República de Venezuela.
Bolívar está dichoso en su Caracas. El 14 de octubre la municipalidad lo nombra Capitán General de los Ejércitos de Venezuela y le ratifica el título -antes aclamado en Mérida- de Libertador.
III
Guerra a Muerte es lo que se impone desde los rencores hacia las clases propietarias criollas, bajo la fachada de una guerra social que involucra a mucho pueblo aún no convencido de la necesidad y la posibilidad de zafarse al poder colonial. La causa independentista deberá lidiar simultáneamente contra el ejército regular español y las castas desposeídas del llano acaudilladas por el canario José Tomás Boves.
A juicio de Augusto Mijares, la declaratoria de guerra a muerte por los patriotas representaba “la única manera de obligar a los realistas a desistir de ella, sea por medio de acuerdos parciales, como lo intentó Bolívar inmediatamente, sea por un tratado general de regularización de la guerra, como se logró después, también por su iniciativa”.
Liévano Aguirre considera que esta legislación extrema, “ni fue inútil ni fue simple represalia”, porque si bien significaba la muerte para los españoles oponentes o no colaboradores con la Independencia, no preveía sanción para los americanos. “No podía ser simple represalia –dice Liévano- pues en tal hipótesis no se explicaría la concesión hecha a los americanos incorporados a las filas españolas”.
Por su parte Polanco Alcántara plantea el dilema elemental del debate: “Los problemas históricos, éticos y políticos que ese Decreto suscita, no se pueden precisar sino con el estudio objetivo de una cuestión: ¿Fue causa o fue efecto?”
Sin duda, la respuesta a tal cuestión se halla en la historia misma de la invasión y conquista de nuestro continente por las fuerzas invasoras europeas, cuyos efectos aún seguimos pagando a un altísimo costo humano.

Yldefonso Finol
Historiador bolivariano
Cronista de Maracaibo

viernes, 5 de junio de 2020


Biografía del General Antonio José de Sucre
El General Antonio José de Sucre nació en la ciudad de Cumaná, en las provincias de Venezuela, el 3 de Febrero de 1795, de padres ricos y distinguidos.
Recibió su primera educación en la capital de Caracas. En el año de 1808, principió sus estudios en Matemática para seguir la carrera de ingenieros. Empezada la revolución se dedicó a esta arma y mostró desde los primeros días una aplicación y una inteligencia que lo hicieron sobresalir entre sus compañeros. Muy pronto empezó la guerra, desde luego el General Sucre salió a campaña. Sirvió a las órdenes del General Miranda con distinción en los años 11 y 12. Cuando los Generales Mariño, Piar, Bermúdez y Valdés emprendieron la reconquista de su patria, en el año de 13, por la parte oriental, el joven Sucre les acompañó a una empresa la más atrevida y temeraria. Apenas un puñado de valientes, que no pasaban de ciento, intentaron y lograron la libertad de tres provincias. Sucre siempre se distinguía por su infatigable actividad, por su inteligencia y por su valor. En los célebre campos de Maturín y Cumaná se encontraba de ordinario al lado de los más audaces, rompiendo las filas enemigas, destrozando ejércitos contrarios con tres o cuatro compañías de voluntarios que componían todas nuestras fuerzas. La Grecia no ofrece prodigios mayores. Quinientos paisanos armados, mandados por el intrépido Piar, destrozaron ocho mil españoles en tres combates en campo raso. El General Sucre era uno de los que se distinguían en medio de estos héroes.
El General Sucre sirvió al Estado Mayor General del Ejército de Oriente desde el año de 14 hasta el de 17, siempre con aquel celo, talento y conocimientos que los han distinguido tanto. Él era el alma del ejército en que servía. El metodizaba todo; él lo dirigía todo, más, con esa modestia, con esa gracia, con que hermosea cuanto ejecuta. En medio de las combustiones que necesariamente nacen de la guerra y de la revolución, el General Sucre se hallaba frecuentemente de mediador, de consejo, de guía, sin perder nunca de vista la buena causa y el buen camino. Él era el azote del desorden y, sin embargo, el amigo de todos.
Su adhesión al Libertador y al Gobierno lo ponía a menudo en posiciones difíciles, cuando los partidos domésticos encendían los espíritus. El General Sucre quedaba en la tempestad semejante a una roca, combatida por las olas, clavando los ojos en la patria, en la justicia y sin perder, no obstante, el aprecio y el amor de los que combatía.

Después de la batalla de Boyacá, el General Sucre fue nombrado Jefe del Estado Mayor General Libertador, cuyo destino desempeñó con su asombrosa actividad. En esta capacidad, asociado al General Briceño y Coronel Pérez, negoció el armisticio y regularización de la guerra con el General Morillo el año de 1820. Este tratado es digno del alma del General Sucre: la benignidad, la clemencia, el genio de la beneficencia lo dictaron; él será eterno como el más bello monumento de la piedad aplicada a la guerra; él será eterno como el nombre del vencedor de Ayacucho.
Luego fue destinado desde Bogotá, a mandar la división de tropas que el Gobierno de Colombia puso a sus órdenes para auxiliar a Guayaquil que se había insurreccionado contra el Gobierno Español. Allí Sucre desplegó su genio conciliador, cortés, activo, audaz.
Dos derrotas consecutivas pusieron a Guayaquil al lado del abismo. Todo estaba perdido en aquella época: nadie esperaba salud, sino en un prodigio de la buena suerte. Pero el General Sucre se hallaba en Guayaquil, y bastaba su presencia para hacerlo todo. El pueblo deseaba librarse de la esclavitud: el General Sucre, pues, dirigió este noble deseo con acierto y con gloria. Triunfa en Yaguachi, y libró así a Guayaquil. Después un nuevo ejército se presentó en las puertas de esta misma ciudad, vencedor y muy fuerte. El General Sucre lo conjuró, lo rechazó sin combatir. Su política logró lo que sus armas no habrían alcanzado. La destreza del General Sucre obtuvo un armisticio del General español, que en realidad era una victoria. Gran parte de la batalla de Pichincha se debe a esta hábil negociación; porque sin ella, aquella célebre jornada no habría tenido lugar. Todo habría sucumbido entonces, no teniendo a su disposición el General Sucre medios de resistencia.
El General Sucre formó, en fin, un ejército respetable durante aquel armisticio con las tropas que levantó en el país, las que recibió del Gobierno de Colombia y con la división del General Santa Cruz que obtuvo del Protector del Perú, por resultado de su incansable perseverancia en solicitar por todas partes enemigos a los españoles poseedores de Quito.
La Campaña terminó la guerra del Sur de Colombia, fue dirigida y mandada en persona por el General Sucre; en ella mostró sus talentos y virtudes militares; superó dificultades que parecían invencibles; la naturaleza le ofrecía obstáculos, privaciones y penas durísimas: más a todo sabía remediar su genio fecundo. La batalla de Pichincha consumó la obra de su celo, de su sagacidad y de su valor. Entonces fue nombrado, en premio de sus servicios, general de división e Intendente del Departamento de Quito. Aquellos pueblos veían en él su Libertador, su amigo; se mostraban más satisfechos del jefe que les era destinado, que de la libertad misma que recibían en sus manos. El bien dura poco, bien pronto lo perdieron.

La pertinaz ciudad de Pasto se subleva poco después de la capitulación que les concedió el Libertador, con una generosidad sin ejemplo en la guerra. La de Ayacucho, que acabamos de ver con asombro, no le era comparable. Sin embargo, este pueblo ingrato y pérfido obligó al General Sucre a marchar contra él, a la cabeza de unos batallones y escuadrones de la guardia colombiana. Los abismos, los torrentes, los escarpados precipicios de Pasto fueron franqueados por los invencibles de Colombia. El General Sucre los guiaba, y Pasto fue nuevamente reducido al deber. El General Sucre, bien pronto, fue destinado a una doble misión militar y diplomática cerca de este gobierno, cuyo objeto era hallarse al lado del Presidente de la República para intervenir en la ejecución de las operaciones de las tropas colombianas auxiliares del Perú. Apenas llegó a esta capital, que el gobierno del Perú le instó, repetida y fuertemente, para que tomase el mando del ejército unido; él se denegó a ello, siguiente su deber y su propia moderación hasta que la aproximación del enemigo con fuerzas muy superiores convirtió la aceptación del mando en una honrosa obligación.
Todo estaba en desorden: todo iba a sucumbir sin un jefe militar que pusiese en defensa la plaza del Callao, con las fuerzas que ocupaban la capital. El General Sucre tomó, a su pesar, el mando. El Congreso, que había sido ultrajado por el Presidente Riva-Agüero, depuso a este magistrado luego que entró en el Callao, y autorizó al General Sucre para que obrase militar y políticamente como Jefe Supremo. Las circunstancias eran terribles, urgentísimas: no había que vacilar, sino obrar con decisión.
El General Sucre renunció, sin embargo, el mando que le confería el Congreso, el que siempre insistía con mayor ardor en el mismo empeño, como que era el único hombre que podía salvar la patria en aquel conflicto tan tremendo. El Callao encerraba la caja de Pandora, y al mismo tiempo era el caos. El enemigo estaba a las puertas con fuerzas dobles: la plaza no estaba preparada para un sitio: los cuerpos del ejército que la guarnecían eran de diferentes estados, de diferentes partidos; el Congreso y el Poder Ejecutivo luchaban de mano armada; todo el mundo mandaba en aquel lugar de confusión, y al parecer el General Sucre era responsable de todo. El, pues, tomó la resolución de defender la plaza, con tal que las autoridades supremas la evacuasen, como ya se había determinado de antemano por parte del Congreso y del Poder Ejecutivo. Aconsejó a ambos cuerpos que se entendiesen y transigiesen sus diferencias en Trujillo, que era el lugar designado para su residencia.
El General Sucre tenía órdenes positivas de su Gobierno de sostener al Perú, pero de abstenerse de interferir en sus diferencias intestinas; esta fue su conducta invariable, observando religiosamente sus instrucciones. Por lo mismo, ambos partidos se quejaban de indiferencia, de indolencia, de apatía por parte del General de Colombia, que si había tomado el mando militar había sido con suma repugnancia y sólo por complacer a las autoridades peruanas; pero bien resuelto a no ejercer otro mando que el estrictamente militar. Tal fue su comportamiento en medio de tan difíciles circunstancias. El Perú puede decir si la verdad dicta estas líneas.
Las operaciones del General Santa Cruz en el alto Perú habían empezado con buen suceso y esperanzas probables. El General Sucre había recibido órdenes de embarcarse con cuatro mil hombres de las tropas aliadas hacia aquella parte. En efecto dirige su marcha con tres mil colombianos y chilenos; desembarca en el puerto de Quilca, y toma la ciudad de Arequipa. Abre sus comunicaciones con el General Santa Cruz que se hallaba en el Alto Perú; a pesar de no recibir demanda alguna de dicho General, de auxilios, dispone todo para obrar inmediatamente contra el enemigo común. Sus tropas habían llegado muy estropeadas, como todas las que hacen la misma navegación; los caballo y bagajes, había costado una inmensa dificultad obtenerlos; las tropas de Chile se hallaban desnudas, y debieron vestirse antes de emprender una campaña rigurosa. Sin embargo, todo se ejecutó en pocas semanas. Ya la división del General Sucre había recibido parte del General Santa Cruz, que la llamaba en su auxilio, y algunas horas después de la recepción de este parte estaba en marcha, cuando se recibió el triste anuncio de la disolución de la mayor parte de la división peruana en las inmediaciones del Desaguadero. Por entonces todo cambia de aspecto. Era, pues, indispensable mudar el plan. El General Sucre tuvo una entrevista con el General Santa Cruz en Monquegua, y allí combinaron sus ulteriores operaciones. La división que mandaba el General Sucre vino a Pisco y de allí pasó, por orden del Libertador, a Supe para oponerse a los planes de Riva-Agüero que obraba de concierto con los españoles.
En estas circunstancias el General Sucre instó al Libertador porque le permitiese ir a tomar el valle de Jauja con las tropas de Colombia, para oponerse allí al General Canterac, que venía del Sur. Riva-Agüero había ofrecido cooperar a esta maniobra más su perfidia pretendía engañarnos. Su intento de dilatarla hasta que llegasen los españoles, sus auxiliares. Tan miserable treta no podía alucinar al Libertador, que la había previsto con anticipación, o más bien la conocía por documentos interceptados de los traidores y de los enemigos.
El General Sucre dio en aquel momento un brillante testimonio de su carácter generoso. Riva-Agüero lo había calumniado atrozmente: lo suponía autor de los decretos del Congreso; el agente de la ambición del Libertador; el instrumento de su ruina. No obstante esto, Sucre ruega encarecida y ardientemente al Libertador, para que no lo emplee en la campaña contra Riva-Agüero, no aún como simple soldado; apenas se pudo conseguir de él, que siguiese como un espectador y no como un jefe del ejército unido; su resistencia era absoluta. El decía que de ningún modo convenía la intervención de los auxiliares en aquella lucha, e infinitamente menos la suya propia, porque se le suponía enemigo personal de Riva-Agüero y competidor al mando. El Libertador cedió con infinito sentimiento, según se dijo, a los vehementes clamores del General Sucre. El tomó en persona el mando del ejército, hasta que el general La Fuente por su noble resolución de ahogar la traición de su jefe, y la guerra civil de su patria, prendió a Riva-Agüero y sus cómplices. Entonces el General Sucre volvió a tomar el mando del ejército; lo acantonó en la Provincia de Huailas, donde se le ordenó; y allí su economía desplegó todos sus recursos para mantener con comodidad y agrado a las tropas de Colombia. Hasta entonces aquel departamento había producido muy poco, o nada al Estado. Sin embargo el General Sucre establece el orden más estricto para la subsistencia del ejército, conciliando, a la vez, el sacrificio de los pueblos, y disminuyendo el dolor de las exacciones militares con su inagotable bondad y con su infinita dulzura. Así fue que el pueblo y el ejército se encontraron tan bien cuanto las circunstancias lo permitían.
Sucre tuvo órdenes de hacer un reconocimiento de la frontera, como lo efectuó con el esmero que acostumbra, y dictó además aquellas providencias preparatorias que debían servirnos para realizar la próxima campaña.
Cuando la traición del Callao y de Torre-Tagle llamaron los enemigos a Lima, el General Sucre recibió órdenes de contrarrestar el complicado sistema de maquinaciones pérfidas que se extendió en todo el territorio contra la libertad del país, la gloria del Libertador, y el honor de los colombianos. El General Sucre combatió con suceso a todos los adversarios de la buena causa; escribió con sus manos resmas de papel para impugnar a los enemigos del Perú y de la libertad; para sostener a los buenos, y para confortar a los que comenzaban a desfallecer por los prestigios del error triunfante. El General Sucre escribía a sus amigos que más interés había tomado por la causa del Perú, que por la que fuese propia o perteneciese a su familia. Jamás había desplegado un celo tan infatigable; más sus servicios no se vieron burlados: ellos lograron retener en la causa de la patria, a muchos que la habrían abandonado sin el empeño generoso de Sucre. Este General tomó al mismo tiempo a su cargo la dirección de los preparativos que produjeron el efecto maravilloso de llevar el ejército al valle del Jauja por encima de los Andes, helados y desiertos. El ejército recibió todos los auxilios necesarios debidos, sin duda, tanto a los pueblos peruanos que los presentaban como al jefe que los había ordenado tan oportuna y discretamente.
El General Sucre después de la acción de Junín se consagró de nuevo a la mejora y alivio del ejército. Los hospitales fueron provistos por él, y los piquetes que venían de alta al ejército, eran auxiliados por el mismo General; estos cuidados dieron al ejército dos mil hombres, que quizás habrían perecido en la miseria sin el esmero del que consagra sus desvelos a tan piadoso servicio. Para el General Sucre todo sacrificio por la humanidad y por la patria, le parece glorioso. Ninguna atención bondadosa es indigna de su corazón: él es el general del soldado.
Cuando el Libertador lo dejó encargado de conducir la campaña durante el invierno que entraba, el General Sucre desplegó todos los talentos superiores que lo habían conducido a obtener la más brillante campaña de cuantas forman la gloria de los hijos del nuevo mundo. La marcha del ejército unido desde la Provincia de Cochabamba hasta Huamanga, es una operación insigne, comparable quizá a lo más grande que presenta la historia militar. Nuestro ejército era inferior en mitad al enemigo, que poseía infinitas ventajas materiales sobre el nuestro. Nosotros nos veíamos forzados a desfilar sobre riscos, gargantas, ríos, cumbres, abismos, siempre en presencia de un ejército enemigo y siempre superior. Esta corta, pero terrible campaña, tiene un mérito que todavía no es bien conocido en su ejecución: ella merece un Cesar que la describa.

La Batalla de Ayacucho es la cumbre de la gloria americana, y la obra del general Sucre. La disposición de ella ha sido perfecta, y su ejecución divina. Maniobras hábiles y prontas desbarataron en una hora a los vencedores de catorce años, y a un enemigo perfectamente constituido y hábilmente mandado. Ayacucho es la desesperación de nuestros enemigos. Ayacucho semejante a Waterloo, que decidió del destino de Europa, ha fijado la suerte de las naciones americanas. Las generaciones venideras esperan la victoria de Ayacucho para bendecirla, y contemplarla sentada en el trono de la libertad, dictando a los americanos el ejercicio de sus derechos, y el imperio sagrado de la naturaleza.
El General Sucre es el Padre de Ayacucho: es el redentor de los hijos del Sol; es el que ha roto las cadenas con que envolvió Pizarro el imperio de los Incas. La posteridad representará a Sucre con un pie en el Pichincha y el otro en el Potosí, llevando en sus manos la cuna de Manco-Capac y contemplando las cadenas del Perú rotas por su espada.

Lima 1825.
Simón Bolívar

jueves, 4 de junio de 2020


Antonio José de Sucre y el “Crimen de Berruecos”: las miserias humanas triunfan sobre el altruismo

Ofrenda
A 190 años del vil asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho. Insoslayables los paralelismos: Gaitán, Abel Santamaría, Roque Dalton, Carlos Fonseca, Fabricio Ojeda, Salvador Allende, Filiberto Ojeda Ríos…y tantos héroes de nuestros pueblos martirizados por la canalla oligarca-imperialista.
Introito
El asesinato premeditado del Gran Mariscal de Ayacucho, una persona extraordinaria, que durante dos décadas dedicó toda su energía vital a una causa altruista, admirada por los pueblos libres del mundo, representa la antítesis de los valores morales que deberían guiar la existencia de una mejor humanidad.
El trágico suceso, lejano en el tiempo pero vívido en la conciencia, además de tristeza, nos deja unas lecciones muy severas que aprender: las luchas emancipadoras deben dotarse de un celo organizacional extremo, no permitiendo la infiltración de elementos oportunistas y arribistas que mañosamente escalan cargos pasando por encima de quienes con esfuerzo sincero y desprendimiento hicieron méritos para asumir altas responsabilidades.
La revolución bolivariana ha padecido por veinte años este flagelo del arribismo, por falta de vigilancia y por relajamiento de los principios. La lista de corruptos, irresponsables y traidores es larga, y ya debería ser paralizado su crecimiento. Nuestras hermanas Ecuador y Bolivia sufren en carne propia la tragedia de la traición más artera. La revolución ciudadana fue destruida desde dentro por un espíritu maligno. En Bolivia los militares y policías avalaron –una vez más- el asalto brutal del poder por sectores oscurantistas para entregarlo al imperialismo y la oligarquía.
No basta entonces derrotar al enemigo externo, al contradictor político, a la derecha frontal, hay también que curarse en salud para impedir que los ambiciosos infiltrados arruinen las grandes realizaciones. Sucre venció impecablemente al ejército imperial mejor preparado y dotado del continente, que doblaba al que dirigía el Gran Mariscal de Ayacucho; pero lo asesinaron un puñado de matones cobardes, instigados por un parásito megalómano, que logró infiltrar las filas patriotas y usufructuó el poder republicano que otros prohombres –como Sucre- construyeron.
I
Micro-biografía de Sucre
Antonio José de Sucre nació el 3 de febrero de 1795 en la ciudad caribeña de Cumaná, oriente de Venezuela, en una familia de abolengo, tradición militar y tempranas convicciones patrióticas. Su mamá María Manuela Alcalá murió cuando “Antoñito” tenía 7 años. Su padre Vicente lo inició en las artes bélicas siendo comandante de los Húsares. A los 15 años se incorpora a la lucha independentista. En julio de 1810 la Junta de Cumaná lo ascendió a subteniente de infantería. Sirvió los primeros años a las órdenes de Mariño, Bermúdez y Piar, y pasó a trabajar con Miranda en su cuartel general a los 17 años. En mayo de 1811 ya era comandante de ingenieros en Margarita. Ese mismo año asciende a Teniente. En 1812 en Barcelona dirige la Comandancia de Artillería.
Caída la Primera República, el gobernador español Emeterio Ureña –en un gesto humanitario- le expide pasaporte para exiliarse, pero no lo llegó a usar, porque cuando Mariño con un grupo de patriotas reorganiza la resistencia en el islote Chacachacare, y en enero de 1813 van a Cumaná, Sucre aparece para unírseles. Pasa a ser hombre de confianza y afinque de las gestiones bélicas y políticas de Mariño.
Tras la derrota en Urica, caída la Segunda República, va a las Antillas y a Cartagena, donde aporta su formación como Ingeniero Militar durante la resistencia a Morillo. De esos días es esta descripción de su aspecto físico hecha por su compañero de labores Lino Pombo: “joven venezolano de nariz perfilada, tez blanca y cabellos negros, ojo observador, talla mediana y pocas carnes, modales finos, taciturno y modesto”.
Cuando los patriotas evacuaron Cartagena en diciembre de 1815, con 20 años, Sucre se dedica a organizar los contingentes que buscan salvarse abordando las naves que zarpan rumbo al archipiélago caribeño. Siendo de los últimos en retirarse, la embarcación donde viaja enfrenta algunos problemas, no llega a la convocatoria en Haití, y aparece refugiado en Trinidad, de donde sale a mediados de 1816 para Venezuela; casi muere en el naufragio de la pequeña embarcación que lo trasladó. En septiembre –siempre con Mariño- comandaba el batallón Colombia, siendo Teniente Coronel. En diciembre asciende a Coronel, grado que se materializa en agosto de 1817 por decisión del Libertador.
Sucre entra en el círculo cercano a Bolívar de la mano del General Rafael Urdaneta; estando en Barcelona, al influjo de este oficial de mayor edad, graduación y prestigio, bolivariano desde los primeros días de la Campaña Admirable, rechazaron la propuesta del General Mariño de erigirse en jefe máximo y cabeza de un “gobierno” fallido creado en la población de Cariaco.
Es la primera vez que el disciplinado Antonio José desoye a quien fuera líder de las huestes independentistas en el oriente venezolano, en las que se inició precozmente. Su conciencia serena y las sabias reflexiones compartidas con el prudente Urdaneta, le orientaban a superar absurdas rencillas entre camaradas por la manía caudillista de algunos jefes. Los localismos parroquiales, herencia del feudalismo colonial, debilitaban la lucha que requería mayor unidad para engrandecer las fuerzas de la libertad contra la opresión imperialista. Esa grandeza de espíritu, esa visión estratégica, ese sentido de trascendencia, no podía menos que adherirse al imán que personificaba tales valores: Simón Bolívar.
Siguieron la ruta de Guayana para unirse al Libertador, quien en septiembre de 1817 le da altas responsabilidades militares y políticas, y en octubre del mismo año, una tarea “diplomática” muy especial: ir a conciliar con el resentido Mariño. Sucre no titubea al dirigirse a su antiguo caudillo. Le habla con respeto, pero con firmeza de las poderosas razones que asisten al único bando libertador: el de Bolívar. “Mientras más amistad, más claridad”, se dice. Misión cumplida.
En las Memorias del General en Jefe Rafael Urdaneta, encontramos relatado aquel episodio con la modestia y sencillez que caracterizaba al muy leal bolivariano: “Llegaron a San Francisco y allí encontró Urdaneta una comunicación del Coronel Antonio José Sucre, en que le decía que tenía orden del General Marino para ponerse a sus órdenes con las tropas que mandaba, si quería encargarse de ellas y obrar en el sitio que se hacía a Cumaná. Estas tropas eran el batallón que había traído Mariño consigo y otro batallón de indígenas llamado el Batallón de Colombia. No sabía Urdaneta, cuándo ni por dónde podía ir a Guayana a reunirse con el Libertador, pues que por todas partes necesitaba escolta que lo llevase y no la tenía. Tomó, pues, el mando de la fuerza, juzgando que lo mismo era servir a la Patria en un cuerpo que en otro, quedando Sucre de Jefe de Estado Mayor. Allí permaneció algunos días hasta que formado en Cariaco un nuevo Gobierno, en que se desconocía la autoridad del Libertador, se declaraba a Mariño Jefe Supremo y se convocaba un Congreso… vino a Cumanacoa el Comandante Antonio Alcalá con pliegos de Marino a exigirle a Urdaneta su reconocimiento; pero éste se negó a ello, protestando no reconocer otra autoridad que la del Libertador que aceptaban los pueblos y el ejército”.
Esa verticalidad urdaneteana, presentida por Mariño, la trató de burlar el oriental con unas “órdenes secretas” que el comisionado debía usar “para entenderse con los jefes de los cuerpos”, logrando hacer desertar esa noche todo el batallón de Güiria que acudió a sumarse al complot de Cariaco.
Redactada siempre en tercera persona, como si el protagonista fuese un espectador de la historia, la Memoria relata que el otro batallón comandado por Jerónimo Sucre –hermano de Antonio José- y el Mayor Francisco Portero, “siendo éstos, así como el Coronel A. J. de Sucre, hombres de razón, entró Urdaneta en conferencia con ellos y les manifestó lo indebido de aquel proceder y las nuevas dificultades que traería al país una revolución que no era otra cosa, cuando el objeto de todos debía ser el de unirse para destruir a los españoles. Convenidos todos en no reconocer el nuevo gobierno, decidieron también irse en busca del Libertador”.
En agosto 1819 Sucre es ascendido por el vicepresidente Zea a General de Brigada. En septiembre de 1820 fue Ministro (interino) de Guerra y Marina. En noviembre –otra vez junto a Urdaneta- protagoniza los históricos acuerdos Bolívar-Morillo en Santa Ana de Trujillo que constituyen el preámbulo del Derecho Internacional Humanitario. El 11 de enero 1821, Bolívar, perfilando su Campaña del Sur, le confiere el mando del Ejército de Popayán (¿dónde estaría el desgraciado de José María Obando en ese momento?).
Sucre viaja a asumir el mando que se le ha confiado. El 17 de enero de 1821 desde Neiva redacta un reporte sobre la deteriorada situación del ejército del Sur, caracterizada por carencias de todo lo necesario, habiéndose creado un ambiente de decepción en las tropas. Le toca la ardua tarea de equipar, moralizar y reanimar esa fuerza disminuida para ponerla a la altura del destino de victorias espectaculares que está por alcanzar.
Comienza a florecer un nuevo sol andino. Aunque no está presente en la Batalla de Carabobo, sus propuestas fueron de gran utilidad en la estrategia aplicada. Bolívar raudamente inaugura la Campaña del Sur. Va con Sucre tejiendo un rosario de jornadas exitosas. Las de Bomboná el 7 de abril y de Pichincha el 24 de mayo 1822 consolidan la liberación del Ecuador. El 18 de junio Bolívar lo asciende a General de División. Por encima de las trabas y traiciones de la elite peruana, triunfan Bolívar y Sucre en Junín el 6 de agosto de 1824, y ganan a su gusto la Batalla de Ayacucho que decreta el jaque mate al Imperio Español a nivel continental.
A los 29 años el General venezolano Antonio José de Sucre recibe del Libertador Simón Bolívar el exclusivo título de Gran Mariscal de Ayacucho. El 6 de agosto de 1825 crean Bolivia a instancias de la representación ciudadana de La Paz, Cochabamba, Chuquisaca, Potosí, Oruro, que estuvieron bajo jurisdicción colonial rioplatense y peruana. Es Bolívar el primer Jefe del nuevo Estado, y el 26 de mayo de 1826 nombran Presidente a Sucre. Pese al gran amor y admiración que el pueblo le profesa, y a ser reconocida su prolija obra fundadora en todos los ámbitos, las apetencias de las oligarquías provocan una crisis política en abril 1828. Sucre colma su talante democrático dirigiendo un mensaje reconciliador al Congreso el 2 de agosto. Renuncia al gobierno y se va a Quito para estar con su esposa, aunque por poco tiempo.
Azuzado por el acérrimo antibolivariano William Tudor, embajador de Estados Unidos en Lima, y en intriga coordinada con el cura Luna Pizarro y el traidor cucuteño Francisco de Paula Santander, el general peruano La Mar invade territorio de la Colombia original por Guayaquil en noviembre de 1828. Bolívar pide a Sucre que dirija la defensa del territorio nacional ultrajado, y el 2 febrero de 1829 triunfa en Tarqui –como era su natural vocación de vencedor- contra los invasores peruanos.
Es electo diputado al Congreso de Colombia que convocó Bolívar para definir la crisis política, teniendo que viajar a Bogotá. Las sesiones empezaban en enero 1830. Lo mandan en misión de diálogo con el separatista José Antonio Páez. Se reúne con Mariño en Cúcuta sin poder llegar hasta Venezuela y sin obtener resultados favorables. Se siente frustrado. Es en ese momento que propone que los jefes militares se alejen del poder por un tiempo, para disminuir las tensiones políticas que se habían exacerbado. También predictivamente, le dice al Libertador: “Veo delante de nosotros todos los peligros y todos los males de las pasiones exaltadas, y que la ambición y las venganzas van a desplegarse con todas sus fuerzas” (Carta de Sucre a Bolívar. Cúcuta. 15 abril 1830)
El Libertador renuncia al poder. Las sesiones concluyen sin soluciones. Sucre decide volverse a Quito, saliendo de Bogotá el 13 de mayo. Va apesadumbrado por la inevitable demolición del edificio de glorias y libertades que con inmensos sacrificios y talento levantaron. Va con el alma presa de melancolía por la distancia que ahora se interpone al encuentro siempre fraterno y fértil con El Libertador. Se despide con tanta ternura que las áureas de aquellas letras aún conmueven la fibra de los sensibles: “Mas no son palabras las que pueden explicar los sentimientos de mi alma respecto a usted, usted los conoce, pues me conoce mucho tiempo y sabe que no es su poder, sino su amistad la que me ha inspirado el más tierno afecto a su persona. Lo conservaré, cualquiera que sea la suerte, que nos quepa”· (8 de Mayo de 1830.)
Su espíritu vibraba al deseo de que los hermanos de causa y patria se entendieran “con calma y sin ruido de guerras civiles”.
En diversos documentos Bolívar califica a Sucre como un ser humano excepcional. Al enviarlo como su representante ante los republicanos del Perú, escribe: “Confieso con franqueza que no ha dado Venezuela un oficial de más bellas disposiciones, ni de un mérito más completo. Aunque criado en la revolución, y sin haber podido tener otra educación que la que da la guerra, es propio para todo lo que se quiera…Tanto en la dirección de la guerra como en la ejecución de las medidas conciliatorias, puede servir el general Sucre”.
Tanta fue su admiración que se dignó redactarle una biografía: “En medio de las combustiones que necesariamente nacen de la guerra y de la revolución, el General Sucre se hallaba frecuentemente de mediador, de consejo, de guía, sin perder nunca de vista la buena causa y el buen camino. Él era el azote del desorden y, sin embargo, el amigo de todos”.
En otra carta a Juan José Flores, en medio de la crisis que derrumbaría el cielo de sus glorias, hace anuncios cruciales: “Yo estoy no solamente cansado del gobierno, sino hostigado de él, por consiguiente haré todo lo que sea posible para separarme del mando, quedándome sólo con el del ejército, si me lo quieren dar. Mucho siento dar a usted esta noticia pero debo hacerlo para su gobierno. Probablemente sea el General Sucre mi sucesor, y también es probable que lo sostengamos entre todos, por mi parte ofrezco hacerlo con alma y corazón”. (Popayán, 5 de Diciembre de 1829)

II
Los asesinos
Algunas voces interpretaron que el presunto celo provocado en Flores por esos conceptos, actuaron como detonante de su participación en la muerte de Sucre. Pero las evidencias exoneran al presidente ecuatoriano y acusan a otros. 
Cuando Sucre sale de Bogotá lleva en su espalda de la sentencia a muerte que le ha impuesto una jauría de malhechores autodenominados “liberales”, “demócratas”, “legalistas”, “juristas”, “constitucionalistas”, la mayoría de los cuales no habían aportado nada en la gesta de Independencia, pero si supieron escalar sigilosamente desde el fango cual reptiles por las ramas que la intriga les facilitó en la Bogotá santanderista. Una sociedad de criminales y cómplices infestó la ruta del Gran Mariscal. Expertos hipócritas, beodos cagatintas, adulantes tarifados, mercenarios de alma, sicarios todos de la historia y la dignidad. Es la calaña de tipos que secuestró a Colombia hasta el día de hoy.
Sospechas y certezas abundaban acerca de la sarna antibolivariana que picaba a los despechados santanderistas. El 15 de abril de 1830, en carta a Bolívar, la premonición volvió a manifestarse en las letras del Gran Mariscal: “Veo delante de nosotros todos los peligros y todos los males de las pasiones exaltadas, y que la ambición y las venganzas van a desplegarse con todas sus fuerzas”.
Un pasquín de logia bogotana, “El Demócrata”, publicó el primer día de junio el llamado a la emboscada fatal: “Pueda ser que Obando, haga con Sucre, lo que no hicimos con Bolívar”. Vaya “demócratas” que en vez de debates, dan pólvora y plomo (por la espalda); en vez de tribunos, son sicarios; y en vez de elecciones, organizan magnicidios.
Pero, ¿quién es este Obando a quien las hienas saben capaz de matar a Sucre desde las sombras? José María Obando es el prototipo del traidor arrastrado, dispuesto a violar el glosario de la ética con tal de subirse al poder; congénitamente alérgico al honor y los valores morales, narcisista que no guarda empatía con otra vida que la suya. Nunca, léase bien, nunca luchó por la Independencia. Su formación militar la obtuvo en el ejército monárquico. Es un realista furibundo hasta que sabe perdida a España y corre a saltarse la talanquera.  Es en enero de 1822 que pide incorporarse a filas patriotas, cuando ya Venezuela y Nueva Granada eran libres, y estaban prontas las batallas de Bomboná y Pichincha. Era teniente coronel y siempre había dirigido tropas realistas. En octubre de 1826 Santander lo asciende a Coronel efectivo sin haber luchado en ninguna batalla por la causa independentista. Eso sí, estaba listo para prestarse a corroer la obra magna de los héroes. Toda su actuación se centra en problematizar la vida de la República. En 1827-1828 es herramienta desorganizadora, cuestionando violentamente el liderazgo del Libertador. Se junta José Hilario López, otro megalómano inescrupuloso, ofreciéndose en alianza con Gamarra y La Mar en acciones traicioneras contra Bolivia, Ecuador, contra la propia Colombia, o sea, contra el Proyecto Bolivariano que encarnaba Sucre.
¿Actuaron solos los santanderistas en el plan destructor del Proyecto Bolivariano? No. Desde marzo de 1824 Santander se convirtió a la “doctrina Monroe”. Los diplomáticos estadounidenses diseñaron y coordinaron milimétricamente las acciones. Primero Richard Anderson y después William Henry Harrison, establecieron en Bogotá el núcleo de la conspiración antibolivariana, que se interconectaba con William Tudor en Lima y Joel Poinset en México. El 7 de septiembre de 1829, a un mes de la predicción antiimperialista de Bolívar en Guayaquil, Harrison –que luego fue presidente de Estados Unidos- deja plasmada en una comunicación secreta al Secretario de Estado, su balance de la situación del proyecto liderado por Bolívar: “El drama político de este país se apresura rápidamente a su desenlace…Una mina ya cargada se halla preparada y estallará sobre ellos dentro de poco”. ¿Qué sabe el espía para afirmar tajantemente la inminencia de un desenlace desfavorable a nuestra Patria?
Obsérvese la seguridad  y el morbo de sus palabras. Este “embajador” gringo fue pionero en la práctica -institucionalizada por USA- consistente en desestabilizar países y preparar golpes de Estado contra gobiernos no sumisos a sus designios. En oficios anteriores dio parte de las maniobras, en las que aparece metido hasta home el asesino de Sucre: “Obando se encuentra en el campamento de Bolívar seduciendo a sus tropas. Córdova ha seducido al batallón que está en Popayán y se ha ido al Cauca y Antioquia, las cuales están maduras para la revuelta…Se distribuye dinero entre las tropas, sin que el gobierno tenga todavía conocimiento de estos movimientos”.
Como parte del espionaje contra Bolívar y sus compañeros, fue robada la correspondencia, falsificaron documentos, montaron provocaciones distraccioncitas, asesinaron a cuadros medios so pretextos fútiles, enredaron en cuestiones pasionales a personalidades como Córdoba, glorioso combatiente que degeneró en actos deshonrosos, en fin, utilizaron todas las artimañas que los ruines son capaces cuando la ambición y la envidia los asaltan.
Al primero que embarcó Obando fue a un acólito suyo de origen venezolano llamado Apolinar Morillo, Coronel trujillano radicado en Cali: nueve años de compinches dieron la confianza para tratar semejante aberración. Cuando por fin se plantó juicio, confiesa haber recibido órdenes de Obando para asesinar a Sucre: “que Obando lo llamó a su habitación y en presencia del Comandante Antonio Mariano Álvarez le dijo que Sucre iba a Ecuador a levantar una fuerza y coronar al Libertador, por lo que la patria estaba en peligro, y la única forma de impedirlo era quitarlo de en medio, por lo que debía ir a contactarse con José Erazo en el Salto de Mayo y consignarle las instrucciones que al efecto le entregaba”.
“El ladrón juzga por su condición”, dice el refrán. Acusaban a Bolívar de todo aquello de que ellos eran capaces (Obando fue siempre pro monárquico) y que Nuestros Libertadores Bolívar y Sucre siempre repudiaron.    
José Erazo confesó su complicidad en el crimen y juró que Morillo le dio la orden firmada por Obando para “dirigir el golpe de Berruecos”. La esposa de Erazo, Desideria Meléndez, presentó al tribunal la orden de Obando que Apolinar Morillo le entregó personalmente en presencia de ella.
En su confesión Erazo confirma la instrucción por escrito de Obando y la insistencia de Morillo, a quien señala de haber dirigido directamente todo hasta el detalle de ensayar el atentado en el sitio con los tres hombres armados con rifles: Andrés Rodríguez, Juan Cuzco y Juan Gregorio Rodríguez.
La aparición en escena del Coronel Juan Gregorio Sarria, es el sello y firma en cuerpo presente del instigador principal del “Crimen de Berruecos”; este Sarria es otro derrotado realista que en mala hora entró a filas republicanas del rabo de su jefe Obando, paisano y mentor.
José Hilario López, tenebroso monumento a la hipocresía y la traición, se dio el tupé de hospedar a Sucre en su casa, y no bien continuó su ruta el Mariscal, con fecha 19 de mayo le escribió al general Caicedo, vicepresidente de Colombia, una carta que seguro califica para la antología universal de la envidia y la ignominia: “Para mí, Sucre no es más sino un fantasma, que desaparecerá con solo echarlo al más alto desprecio…”. Paralelamente, López redacta otra nota que es entregada por vía de un cura apellido Mosquera a José María Obando. La contestación fue concisa: “He recibido tu carta, te la aprecio. Sucre no pasará de aquí”.
Trece años después el mensajero con sotana era arzobispo de la Nueva Granada, y cuentan que hizo famosa una cínica frase que delataba su alcahuetería: “En Bogotá andan sueltos los asesinos de Sucre”.
¡Qué clase de alimaña será ese Obando que al grito de “Dios, Religión y Constitución” convoca a sus amigos asaltantes de caminos, matones desalmados como el Juan Andrés Noguera y el José Erazo, a unírsele para asesinar al Padre de la Patria y al Gran Mariscal de Ayacucho!
¡Cuántas falsedades enseñarán en las escuelas de Colombia para disfrazar de “héroes” a traidores, asesinos y cobardes megalómanos como Santander, Obando y López!
Sonarán imponentes de vaticinio los conceptos emitidos hace un siglo por el historiador Francisco Aristeguieta, cuyas investigaciones siguen dando luces sobre el impune “Crimen de Berruecos”: “Si la envidia y la egolatría de Santander no hubieran interrumpido y arruinado la obra colosal del Libertador, Colombia se habría librado de profundas desgracias, y la figura fatídica de Obando no se habría proyectado en la historia colombiana, como se proyecta hoy, con todos sus horrores”. 
¿Presentiría el cronista cumanés las masacres, fosas comunes, desplazados, “falsos positivos”, magnicidios, y asesinatos selectivos de líderes sociales que han signado la historia de la Colombia contemporánea? Sugestivo ejercicio para identificar a los Obandos y Santanderes de la actualidad.
III
Conclusiones
-       El propósito de destrucción del Proyecto Bolivariano de liberación nacional, emancipación social, unidad latinoamericana y paz internacional, logró concitar la más horrenda alianza de intereses: el naciente imperialismo estadounidense, los solapados reductos del colonialismo, las oligarquías criollas y las apetencias de poder de los caudillismos localistas.
-       El mismo grupo que maquinó el intento de magnicidio contra El Libertador en septiembre de 1828, es el que ejecuta el asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre el 4 de junio de 1830.
-       Esta telaraña de intereses concatenó la ola separatista de la oligarquía en Venezuela, el magnicidio frustrado y la invasión peruana a Bolivia y Ecuador en 1828, el alzamiento antibolivariano de José Hilario López y José María Obando en enero de 1829 en el Cauca para cortar el paso de Bolívar hacia Guayaquil, la pérfida campaña de descrédito contra El Libertador acusándolo de pretender coronarse monarca y otras calumnias que el proceder cotidiano de Bolívar desmentían, pero que la pluma malsana seguía destilando sobre las mentes más atrasadas de aquella sociedad que apenas salía del claustro espiritual de la Colonia.
-       La muerte de Sucre, ante el retiro de Bolívar, se diseñó como estocada fatal a la posibilidad de una verdadera independencia y un gobierno popular. El impacto negativo de este hecho monstruoso para los pueblos de Nuestra América, es sólo comparable –en sentido inverso- con la trascendencia que para la libertad y la emancipación social tuvieron las inmortales batallas libradas por el Gran Mariscal de Ayacucho.

IV
Epigrama
Renuente como soy a rumiar las frases hechas con rebuscadas alusiones grecolatinas, y las manidas y fastidiosas apelaciones bíblicas, invito a recordar a nuestro prócer magnífico, invencible y virtuoso, con la más excelsa prosa dedicada por el generoso corazón del Genio de América: “El General Sucre es el Padre de Ayacucho: es el redentor de los hijos del Sol; es el que ha roto las cadenas con que envolvió Pizarro el imperio de los Incas. La posteridad representará a Sucre con un pie en el Pichincha y el otro en el Potosí, llevando en sus manos la cuna de Manco-Capac y contemplando las cadenas del Perú rotas por su espada”.
Lo asesinaron a los 35 años, el 4 de junio de 1830 en el lugar llamado La Venta, montañas de Berrueco, cuando iba a reunirse con su familia quiteña. La buena gente de todas partes lo recuerda con amor.

Yldefonso Finol
Historiador Bolivariano/Cronista de Maracaibo