El
Decreto de Guerra a Muerte: la respuesta de Simón Bolívar a tres siglos de
extrema crueldad colonialista
Introito
Entre las diversas calumnias con que se ha perseguido
al Libertador hasta nuestros días, está esa de caracterizarlo como un hombre
patológicamente cruel, a partir de falsear las circunstancias históricas del
Decreto de Guerra a Muerte y tergiversar su contenido, propósito y vigencia.
El Decreto de Guerra a Muerte dictado por Simón
Bolívar en Trujillo el 15 de junio de 1813 fue la respuesta patriota al
holocausto provocado por el Imperio Español en Nuestra América durante más de
tres siglos.
“Nuestra bondad se agotó”, había afirmado una semana
antes en su Proclama a los Merideños, tras constatar la rabiosa represión a que
había sido sometido todo ser humano que contrariase el poderío español.
I
La represión terrorista aplicada por España contra las
expresiones de malestar popular como Los Comuneros en el virreinato de la Nueva
Granada, la insurrección popular liderada por el zambo José Leonardo Chirinos
en la Sierra de Coro, así como la organizada en La Guaira por los patriotas
Gual y España (cuya esposa fue encarcelada estando embarazada y perdió al bebé
por las torturas), y la masacre del pueblo quiteño en agosto de 1810, están
presentes en la memoria colectiva como telón de fondo de lo que acontecía a
quienes se opusieran al mando colonial.
Cuerpos desmembrados, decapitaciones a capricho,
cabezas fritas en aceite, pueblos enteros degollados a cuchillo, injustos
fusilamientos colectivos de oficiales independentistas, confiscaciones de
bienes a las familias, y el ultraje de todo honor y vergüenza en las indefensas
víctimas de la barbarie realista, eran parte del estado en que se mantenía a la
Venezuela de 1813 arrasada como tierra de conquista.
Por tratarse de la primera guerra de liberación
nacional (Herrera) que conoce la historia de la humanidad, por su carácter
pionero y por considerarlo un mal ejemplo para las colonias hispanoamericanas,
las fuerzas monárquicas no escatimaron castigos contra los revolucionarios
venezolanos. España escarmentaba en ellos a los posibles brotes de rebeldía de
todo el continente.
Unido a ello, pesaba el valor estratégico de la
ubicación geográfica de esta posesión, puerta de entrada a Suramérica y fachada
atlántica de obligado arribo para las flotas que traían las tropas y pertrechos
militares, determinante para el control hemisférico, y la navegabilidad con los
puertos de la cuenca caribeña.
Hacía seis meses que Bolívar había escrito en
Cartagena su Memoria a los ciudadanos de la Nueva Granada, inaugurando su fase
de combatiente internacionalista y estratega conductor de ejércitos. En esas
descarnadas reflexiones no faltó la crítica sobre las falencias que conllevaron
a la caída de la Primera República de Venezuela: falta de maduración de las
condiciones subjetivas de la población, ausencia de un ejército consolidado que
destruyera el poder bélico del adversario, la tolerancia con el enemigo y la
mala gestión de los recursos.
Al menos estos errores, no estaba dispuesto a repetirlos.
II
El 23 de mayo entra triunfante en Mérida donde por
primera vez –y para siempre- fue llamado “Libertador”. El recorrido por los
páramos de líquenes y frailejones, con la custodia estoica de los cinco picos
de nieves perpetuas, va confirmando –sin embargo- la inclemencia de un enemigo
sanguinario, que ha regado de mártires, miseria, miedo, atraso y desolación,
los más recónditos parajes de la patria. La tortura se aplicaba por igual al
luchador por la libertad que a su mujer y sus hijos. Los fusilamientos de
pueblos enteros, sin mediar juicio ni pesquisa, mantienen bajo un régimen de
terror a la población civil. Los informes confirman en Bolívar la imagen genocida
que vio retratada en la lectura del cronista justiciero Bartolomé de Las Casas.
Había que detener al bárbaro con la fuerza necesaria para persuadirle de cesar
en su carnicería. Arrancarle los colmillos a la fiera en combate cuerpo a
cuerpo con la determinación de vencerle o dejar la vida en el intento.
Las atrocidades cometidas por la dictadura de
Monteverde mantuvieron bajo régimen de pánico a la población. El 8 de junio de
1813, Bolívar dice en Mérida: “Las víctimas serán vengadas, los verdugos serán
exterminados. Nuestra bondad se agotó ya, y puesto que nuestros opresores nos
fuerzan a una guerra mortal, ellos desaparecerán de América y nuestra tierra
será purgada de los monstruos que la infestan. Nuestro odio será implacable y
la guerra será a muerte”.
Se sube al cenit de la historia la contradicción
fundamental: emancipación nacional o dominación colonial. Y, con Brito Figueroa
podemos decir que lo más creador en Bolívar es precisamente su odio a toda
dominación colonial.
Para poner las cosas en su lugar, el 15 de junio dicta
en Trujillo el Decreto de Guerra a Muerte contra los realistas. Los detractores
de ayer y hoy han usado esta decisión para crear una “leyenda negra” con
Bolívar, así como se le calumnió con la supuesta pretensión de coronarse
monarca, cuando nada aborrecía más que la usurpación de la soberanía popular
que genera la peor de las desigualdades entre los humanos.
Lecuna, Parra Pérez, Brito Figueroa, entre otros,
consideran que esta medida extrema no fue un capricho ni la bravuconada de una
psique perturbada como se han empeñado en vender los resentidos
antibolivarianos; esa legislación de efectos político-militares severos,
todavía en 1819, cuando Bolívar se acerca a Bogotá tras el triunfo de Boyacá,
puso en fuga al virrey Sanamo, quien la creía vigente, siendo que su autor la
había derogado al desembarcar la Expedición de los Cayos en costas orientales
venezolanas.
Brito Figueroa resalta las condiciones propias de una
guerra que encerraba profundas luchas clasistas: “Tampoco fue el Decreto de
Guerra a Muerte el que impuso la crueldad y la desolación en Venezuela en 1813;
ambas fueron expresiones de la intensa lucha de clases –que de una manera sorda
y silenciosa había fermentado en la sociedad colonial- y que la lucha por la
Independencia, con la consecuente incorporación de la clase terrateniente a los
combates por la creación de la nacionalidad, sacó a flote. Instrumento de una
causa justa, que no crueldad de Simón Bolívar, fue la promulgación del Decreto
de Trujillo”.
El General Rafael Urdaneta, testigo de excepción como
protagonista de todo ese período, anota en sus crónicas dos consecuencias del
Decreto de 1813: “que los españoles, sabiendo que encontraban una muerte cierta
se acobardarían, como sucedió, y que los criollos engrosarían las filas de
Bolívar, como era necesario”; para concluir con acertada lógica militar: “Los
resultados de la ocupación de Caracas justificaron la medida
exuberantemente”.
Ese 31 de julio, con la Batalla de Taguanes en los
llanos que se estrechan hacia los valles centrales, la victoria le abre el
camino de retorno a su ciudad natal. El 6 de agosto Bolívar entra en Caracas
culminando la que se conocería como Campaña Admirable, partera de la Segunda
República de Venezuela.
Bolívar está dichoso en su Caracas. El 14 de octubre
la municipalidad lo nombra Capitán General de los Ejércitos de Venezuela y le
ratifica el título -antes aclamado en Mérida- de Libertador.
III
Guerra a Muerte es lo que se impone desde los rencores
hacia las clases propietarias criollas, bajo la fachada de una guerra social
que involucra a mucho pueblo aún no convencido de la necesidad y la posibilidad
de zafarse al poder colonial. La causa independentista deberá lidiar
simultáneamente contra el ejército regular español y las castas desposeídas del
llano acaudilladas por el canario José Tomás Boves.
A juicio de Augusto Mijares, la declaratoria de guerra
a muerte por los patriotas representaba “la única manera de obligar a los
realistas a desistir de ella, sea por medio de acuerdos parciales, como lo
intentó Bolívar inmediatamente, sea por un tratado general de regularización de
la guerra, como se logró después, también por su iniciativa”.
Liévano Aguirre considera que esta legislación extrema,
“ni fue inútil ni fue simple represalia”, porque si bien significaba la muerte
para los españoles oponentes o no colaboradores con la Independencia, no
preveía sanción para los americanos. “No podía ser simple represalia –dice Liévano-
pues en tal hipótesis no se explicaría la concesión hecha a los americanos
incorporados a las filas españolas”.
Por su parte Polanco Alcántara plantea el dilema
elemental del debate: “Los problemas históricos, éticos y políticos que ese
Decreto suscita, no se pueden precisar sino con el estudio objetivo de una
cuestión: ¿Fue causa o fue efecto?”
Sin duda, la respuesta a tal cuestión se halla en la
historia misma de la invasión y conquista de nuestro continente por las fuerzas
invasoras europeas, cuyos efectos aún seguimos pagando a un altísimo costo
humano.
Yldefonso Finol
Historiador bolivariano
Cronista de Maracaibo
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