martes, 23 de junio de 2020


Manuela y Bolívar en el Inti Raymi de 1822: por una reinterpretación de la historia desde la perspectiva de género
Introito
La Coronela Manuela Sáenz fue una heroína de la Independencia que combatió en Ecuador (su país natal), Perú, Bolivia y Nueva Granada. Sirvió a Colombia, la original, con tal lealtad, que arriesgó su vida para tratar de sostenerla. Tanto en Quito como en Lima conspiró en la clandestinidad contra la dominación colonial. Cuando el 16 de junio de 1822, El Libertador entra en Quito, Manuela Sáenz es una entusiasta integrante del comité organizador del recibimiento. Ella es la mujer más destacada de la Guerra de Independencia en Suramérica. Su valentía personal la llevó a romper todos los dogmas de la rancia sociedad colonial. Abriéndose paso entre los muros y las sombras del más detestable machismo, ganó su libertad de conciencia y desempeño cuando a la mujer se le negaba hasta la existencia como ser humano con derecho a expresarse. La cultura patriarcal dominante (también en la historiografía) la ha pretendido reducir a simple amante de Bolívar, con ello la han querido mancillar. Nada más ruin y retrógrado. Amarse esas dos almas libres y poderosas no era sólo cuestión de afinidad ideológica, que lo fue altamente, o de sensual atracción cósmica, que lo fue entrañablemente; el amor de Bolívar y Manuela, estremecedor en la mitad del mundo, delirante en la cima del planeta, sanador en los estremecimientos, salvador en las tinieblas de los hombres, es nuestra historia fundadora como raíz de lo sublime y eterno, es la fuerza telúrica que nos mueve a abrazar como ninguna otra estirpe sobre la Tierra, a la humanidad total.   
I
Celebramos ese junio que Simón Bolívar conociera a Manuela Sáenz, la revolucionaria quiteña que con su talante y entrega, cambió la historia afectiva del Libertador, siendo el único gran amor que no perdió por los funestos azares de la muerte (tal desgracia le tocó ahora a Ella). Se vieron por primera vez aquel domingo 16 que El Libertador llegó a Quito, y se juntaron el sábado 22 al influjo del Inti Raymi, fiesta del Sol prohibida desde el siglo XVI por el Imperio Católico, pero que el pueblo siguió conmemorando clandestinamente, como este amor que inauguraba el renacer de la libertad en el solsticio. 
En su diario, Manuela cuenta la entrada de Bolívar por las angostas y empinadas calles quiteñas: “Cuando se acercaba al paso de nuestro balcón, tomé la corona de rosas y ramitas de laureles y la arrojé para que cayera al frente del caballo de Su Excelencia; pero con tal suerte que fue a parar con toda la fuerza de la caída, a la casaca, justo en el pecho. Me ruboricé de la vergüenza, pues el Libertador alzó su mirada y me descubrió aún con los brazos estirados de tal acto: pero se sonrió y me hizo un saludo con el sombrero pavonado que traía en la mano, y justo esto fue la envidia de todos, familiares y amigos, y para mí el delirio y la alegría de que Su Excelencia me distinguiera de entre todas, casi me desmayo”.
En aquella Quito apretadita en las alturas, que el Padre Sol besa con tanta cercanía, se respiró un inusitado aire de libertad e igualdad. El pueblo indígena y mestizo se mezcló en la muchedumbre alborozada para aclamar al hombre que puso en fuga tres siglos de genocidio y esclavitud. Esos a quienes ni dejaban entrar a las lujosas iglesias levantadas sobre sus hombros, se abrieron paso para ver y tocar al Libertador, ese venezolano que amablemente detuvo la solemne marcha para saludarles con sincero afecto.   
Esa noche en la gala homenaje, el anfitrión Juan Larrea presentó a Manuela con Bolívar, hubo química instantánea y pronto –a instancias del melómano caraqueño- bailaron valses, y hasta los aburridos minués que no gustaban a Manuelita sirvieron para el canje de miradas insinuantes. El cortejo se deslizaba al debate político, incluyendo alusiones a los clásicos griegos, aunque para la muchacha enamorada de la boca del pretendiente “no salían sino fragancias de una caja de música”.
Manuela, sensible como la nieve del Cotopaxi, profunda como las brasas del Tungurahua, viaja al espíritu a través de los hilillos de luz que la rozan desde los ojos del héroe: “Me di perfecta cuenta que en este señor hay una gran necesidad de cariño, es fuerte, pero débil en su interior de él, de su alma, donde anida un deseo incontenible de amor. Su Excelencia trata de demostrar su ánimo siempre vivo, pero en su mirada y su rostro se adivina una tragedia. Me comentó que se sentía en el cénit de su gloria; pero que, en verdad (y esto lo dijo muy en serio), necesitaba a alguien confidente que le diera seguridad”.
El 24 de julio de ese año de 1822, Bolívar cumplió 39 años renovado de ilusiones por haber completado exitosamente la liberación del departamento sur de su Colombia, que había proyectado en la Carta de Jamaica de 1815 y creado en 1819 en Angostura del Orinoco. Más renovado aún en sus alegrías por la presencia de Manuela.
Habían bajado a Guayaquil –Él antes, Ella unos días después- a seguir dibujando el mapa de la historia, entre bandadas de garzas, y el abrazo del Libertador del Sur, el argentino José de San Martín.
II
Distintas fechas se han dado sobre el natalicio de Manuelita. El investigador ecuatoriano Carlos Álvarez Saá (a quien se debe el rescate de sus diarios) lo ubica el 27 de diciembre de 1795 en un “ambiente altamente insurrecto”, otros autores hablan del año 1797. Las indagaciones biográficas tendrán que precisarlo.
Las mejores amigas de Manuela fueron sus propias empleadas, Nathan y Jonathás, con las que se divirtió y practicó equitación, esgrima y tiro al blanco. También conspiraron y espiaron juntas al servicio de la revolución. Siendo niña, vivió los acontecimientos del 2 de agosto de 1810 en Quito, cuando los patriotas presos desde el año anterior por haberse atrevido a ser pioneros de la independencia, fueron asesinados brutalmente por los realistas. Como era costumbre del cristiano Imperio Colonial, cortaron las cabezas de las víctimas para colgarlas en los sitios más vistosos de la ciudad.
Su padre, funcionario real y hombre de negocios, decide casarla con un comerciante inglés, la ceremonia ocurre en Lima el 27 de julio de 1817. Manuela no se deja reducir al rango de “esposa”, y participa activamente en el movimiento independentista. Entre otras gestiones, articula con su hermano José María para cambiar el batallón realista Numancia a las filas patriotas. El Protector del Perú, San Martín, la condecoró con la Orden Caballeresa del Sol por sus aportes.
Este dato es muy importante para desmontar la tesis de que Manuela entra al movimiento revolucionario a partir de su amor con Bolívar, lo que no es cierto.
A fines de 1821 viaja a Quito para tramitar asuntos de la herencia que ha dejado su abuelo. Inmediatamente se contacta con sus camaradas quiteños y asume tareas preparatorias de las acciones que lidera Antonio José de Sucre por órdenes del Libertador Simón Bolívar. El 19 de mayo de 1822 se inician las hostilidades. Manuela quiere combatir, pero los oficiales al mando no se lo permiten “por no tener permiso de su esposo ni de su padre”. Nótese la impronta del feudalismo patriarcal al cual tiene que enfrenarse la mujer en ese tiempo.
No se arredra. Sabe que su lugar debe conquistarlo luchando. De su propio peculio adquiere víveres y otros bienes que entrega en los campamentos. En la Batalla de Pichincha evacúa y ayuda a los heridos, aliviándolos con la medicina natural que conoce de los originarios quichuas. Todo lo que daba le parecía poco comparado con el trofeo de la libertad que aspiraban coronar. Manuela comienza a ser conocida por la dirección militar de la revolución, entablando buena amistad con Sucre.
Bolívar llega a Guayaquil el 13 de julio de 1822; Manuela lo sigue hasta la hacienda El Garzal, donde se instala el día 19 para pasar juntos el cumpleaños del Libertador. La entrevista con San Martín se dio los días 25, 26 y 27 de julio, quedando planteada la integración de Guayaquil a Colombia (la original).
Ese año 1822 nuestro Libertador vive un momento estelar. Inspirado en la felicidad que ha encontrado con su compañera quiteña, y tal vez contagiado del diálogo poético que mantiene con los bardos guayaquileños, escribe en octubre el Delirio sobre el Chimborazo.
III
En septiembre de 1823, Bolívar se encuentra en Lima, donde recibe la noticia de un levantamiento ocurrido en Quito, pero que fue sofocado gracias al arrojo y contundencia con que actuó Manuela. Inmediatamente le escribe felicitándola y solicitándole que venga a Lima “para hacerse cargo de la secretaría de la campaña libertadora y de su archivo personal”, quedando incorporada efectivamente al Estado Mayor General a partir de octubre cuando llegó uniformada de húsar a asumir sus nuevas funciones.
A partir de entonces Ella se adentra mucho más en las cuestiones militares y políticas; tiene acceso a reuniones y a la correspondencia que mantiene Bolívar con el gobierno en Bogotá, en la cual Manuela constata la falta de apoyo a la causa del Perú por parte del vicepresidente Santander.
Durante la convalecencia de Bolívar en Patilvica, la teniente de húsares Manuela Sáenz acude con el grupo de oficiales que van a acompañarle. El 9 de junio le escribe desde Huaraz invitándola a marchar sobre Junín. Manuela va con el Ejército Patriota, y el 6 de agosto de 1824 triunfan juntos los dos corazones enamorados que son el pueblo todo de Nuestra América. Por los méritos acumulados es ascendida a capitán de húsares, con mando en las “áreas estratégica, económica y sanitaria de su regimiento”.
Mientras la heroicidad colmaba glorias para la libertad continental, en Bogotá el ocioso intrigante despojó a través del Congreso las facultades extraordinarias de que se hallaba investido El Libertador, que eran el soporte jurídico de sus actuaciones, y sin las mismas quedaba atado de manos. Manuela sospechaba de esas jugadas ruines por la lectura entrelineas de las comunicaciones del apoltronado vicepresidente.
Permítaseme un paréntesis para sacarme algo del alma: ¿por qué la oligarquía (y cierta elite intelectual) peruana se empeñó tanto en calumniar al Libertador Simón Bolívar, que entregó sus mejores energías por la independencia del Perú, y nunca le dedicaron una mala palabra al que, negando los recursos y manipulando ridículos burocratismos, saboteaba los esfuerzos de todo un ejército formado por millares de patriotas? Algún día se debe alzar la voz de la dignidad peruana reivindicando a sus verdaderos bienhechores.
El 9 de noviembre de 1824, Bolívar escribe a Antonio José de Sucre, desde Chancay preocupado por la situación de Manuela dentro del ejército: “ruego como superior de usted, de cuidar absolutamente a Manuelita de cualquier peligro. Sin que esto desmedre en las actividades militares que surjan en el trayecto o desoriente los cuidados de la guerra”. Un mes más tarde, el 9 de diciembre de 1824, la Batalla de Ayacucho culmina con gloriosa victoria bolivariana que inmortaliza al Gran Mariscal Antonio José de Sucre como General de prestigio mundial. Éste, en su parte de guerra al Libertador, ofrece detalles de la contienda, donde destaca muy especialmente la actuación de Manuela: “incorporándose desde el primer momento a la división de Húsares y luego a la de Vencedores: organizando y proporcionando el avituallamiento de las tropas, atendiendo a los soldados heridos, batiéndose a tiro limpio bajo los fuegos enemigos; rescatando a los heridos... Doña Manuela merece un homenaje en particular por su conducta, por lo que ruego a Su Excelencia le otorgue el grado de Coronel del Ejército Colombiano”.
Al recibir el informe, emocionado, Bolívar escribe a Manuela aparentando un liviano reproche por contrariar su orden: “de que te conservaras al margen del cualquier encuentro peligroso con el enemigo”. Pero las loas asoman los verdaderos sentimientos que el orgullo amoroso anida para la valiente compañera: “a más de tu desoída conducta, halaga y ennoblece la gloria del Ejército Colombiano, para el bien de la patria y como ejemplo soberbio de la belleza imponiéndose majestuosa sobre los Andes. Mi estrategia me dio la consabida razón de que tu serías útil allí; mientras que yo recojo orgulloso para mi corazón, el estandarte de tu arrojo para nombrarte como se me pide, Coronel del Ejército Colombiano”.
El parásito monroísta que ya por entonces echaba raíces en Bogotá, se atrevió a cuestionar la autoridad de Bolívar, en una carta que fue preámbulo de la escalada traicionera que tiró al hueco del chiquero a su autor. Santander pretendía que El Libertador degradara a Manuela, partiendo del prejuicio de que su ascenso era un favor personal, y que constituía “un oprobio para el glorioso Ejército Colombiano”. (Ejército al que este falso leguleyo no servía desde 1819, cuando en mala hora Bolívar lo dejó encargado de vicepresidente)
Simón Bolívar le contesta en comunicación del 17 de febrero de 1825: “¿qué quiere usted que yo haga? Sucre me lo pide por oficio, el batallón de Húsares la proclama; la oficialidad se reunió para proponerla, y yo, empalagado por el triunfo y su audacia le doy ascenso, sólo con el propósito de hacer justicia. Yo le pregunto a usted ¿se cree usted más justo que yo? Venga entonces y salgamos juntos al campo de batalla y démosles a los inconformes una bofetada con el guante del triunfo de la causa del Sur. Sepa usted que esta señora no se ha metido nunca en leyes ni en actos que no sean su fervor por la completa Libertad de los pueblos, de la opresión y la canalla. ¿Que la degrade? ¿Me cree usted tonto? Un ejército se hace con héroes (en este caso con heroínas) y éstos son el símbolo del ímpetu con que los guerreros arrasan a su paso en las contienda, llevando el estandarte de su valor”.
La pareja de cóndores vuelan al cenit con sus alas abiertas bañadas por la caricia de luces universales; mientras, una sabandija se revuelca en los pantanos sin lograr siquiera alzar la mirada.
IV
El machismo historiográfico
En el caso de un genio universal como Simón Bolívar, líder político-militar que demolió al Imperio más grande de su tiempo, arrancándole de las garras un continente con sus mares y costas, sus tesoros (ya esquilmados) y sus gentes desconcertadas por el advenimiento de la libertad, surgen toda clase de autores ávidos de biografiarlo, por pasión filosófica o aventurerismo editorial. En toda la abundante obra dedicada a la vida y gesta del Libertador y a su tiempo histórico, el trato dado a Manuela Sáenz es absolutamente machista. Invisibilizada por los cronistas de la época, calumniada por la oligarquía que frustró el proyecto emancipador, demonizada por los santanderistas, Manuela tuvo que padecer en los libros el látigo de la inquisición que la persiguió aún en el limbo de la muerte, por el más terrible de los “pecados” que se le imputaban: ser irreductiblemente bolivariana.
Revisemos el caso del historiador Gerhard Masur, que huyó de Alemania en 1935 y en 1938 se mudó a Colombia, contando con el apoyo económico de la Fundación Rockefeller para escribir una biografía sobre Simón Bolívar, a partir de las fuentes neogranadinas que le ayudaron a tejer su versión de aquellos hechos históricos lejanos, extraños a su espectro emocional, pero cercanos a sus alforjas.  
“Ella parece haber hecho algunos esfuerzos para ocultar su origen”, sentencia el judío alemán, dando su particular exégesis de esta afirmación de Manuela: “Mi país es América”. Lo que debía ser considerado como una posición ideológica en la contienda colonia-independencia, el biógrafo lo considera un “complejo de inferioridad”.
“Era en realidad hija del sol tropical, de crecimiento desenfrenado y apetitos insaciables”, especula Masur en un alarde de psicoanalista. Y no resiste la tentación de estigmatizarla: “Es cierto que su origen está oscurecido por la nube de la ilegitimidad”.
Como dice un clásico del ska venezolano, “el racismo es una enfermedad del espíritu, el cuerpo, el alma y la mente”, y Masur vino contagiado de ese virus del que quiso huir. Estas son sus palabras: “Le pusieron de compañeras a dos negras, que se apegaron a ella. Estas amigas íntimas de sus primeros días tenían buen humor, eran extravagantes y conocían todos los chismes de la ciudad. Como la mayoría de las niñas de su raza, se desarrollaron pronto, y como consecuencia del ambiente se hicieron sensuales y disolutas. Manuela absorbió inconscientemente estas licencias en su vida diaria”.
Para este caballero germánico tan bien acogido por la elite bogotana, Manuelita Sáenz, por juntarse con “negras” y ser “hija natural”, “desarrolló el deseo de distinguirse”, lo cual alcanzó “pues la naturaleza la había dotado” para ser “muy atrayente, y lo sabía muy bien…con el instinto de una cortesana innata”.
¿Cómo podemos calificar la cientificidad de este individuo, que además está convencido que “en el mundo católico existe un excelente medio para disciplinar a las jóvenes coquetas”?
Masur se deleita descalificando a la heroína bolivariana con epítetos despectivos: “niña impulsiva y erótica”, “voluble amante”, “apasionada e insaciable”, “diablilla latina”. Coincide con Santander –no faltaba más- en esa “sospecha” de que Manuela “utilizó toda su astucia para lograr su ambición”. Este hijo de mala entraña la llega a tildar de “hetaira”.
Pero hay más. El tintero machista está que se desborda, como el deseo del alemán por transcribir los chismes que le contaron los santanderistas de Bogotá: “Las lenguas malignas hablaron ásperamente de su temperamento sexual; se le acusaba de ninfomanía y de muchas otras cosas aún más diabólicas. Nadie sabe qué hay de verdad en todo esto, pero dos cosas son seguras; era estéril e insaciable”.
¿Es este protervo historiador un palangrista pagado por los Rockefeller para descargar tanta morbosidad en su asedio moral contra una mujer consagrada a las más justas causas de su tiempo, que adicionalmente fue pionera de la emancipación femenina que hoy es contenido paradigmático obligatorio del pensamiento progresista?
Sabemos por experiencia histórica que el santanderismo, como sub-doctrina monroísta, prevaleció entre las cúpulas que se hicieron del poder en la Nueva Granada tras la muerte del Libertador. Entendemos que con ellas se documentó Masur, el inmigrante judío alemán que no ahorró denuestos para enlodar la memoria de Manuela Sáenz, mostrándose muy ajeno a los ejemplos de Rosa Luxemburgo y Clara Zetkin, asesinada la primera y expatriada la segunda, por los mismos perseguidores del señor Masur.    
Lamentablemente, el enfoque positivista extremadamente patriarcal –y racista- dominó la producción historiográfica, y en ese discurso incurrieron muchos autores, como el maestro Indalecio Liévano Aguirre, quien se dejó empujar hacia esos desfiladeros: “En los años de su infancia… sólo encuentra Manuela como compañía que merezca el nombre de tal la de dos negritas esclavas… cuya proximidad y conversaciones habrán, en el despertar de su vida instintiva, de constituir peligroso y enervante estímulo para las curiosidades iniciales de su alma. En la joven Manuela, las pasiones no llegan al conocimiento de su objetivo tranquila y gradualmente, sino que cierta brusquedad acompañada de extraño deleite. El encanto ácido de placeres desconocidos, presentidos a través de las conversaciones y los ejemplos de sus dos compañeras de juego, pone en marcha en esta naturaleza una inquietante sed de embriagueces sensibles, que habrá de conducirla tempranamente al amor con atormentada alegría”.
Y repite con Masur los brollos que la hipocresía aristocrática concibió para destilar su envidia por la grandeza de Manuelita: “precoz coquetería, ambiciones sociales, anhelos que la llevaban desde su infancia a desear el brillo, el triunfo social, todo se fundió en el fuego impaciente de esta pasión, donde se comprometía emocionada y completamente su ardiente juventud”.
¡Qué pena con este señor! Tan deplorable lenguaje hacia una heroína de la Independencia, no puede tener otra explicación que la prevalencia del más repulsivo machismo.
V
Epílogo
Urge la formulación de una teoría de la historia que supere el machismo patriarcal en el discurso historiográfico. Una metodología que nos permita releer y reinterpretar la historia desde una perspectiva de género. Resulta insolente el tratamiento de nuestras mártires y heroínas como simples acompañantes de “grandes hombres”. En el caso específico de Manuela Sáenz, es una cuestión de honor patriótico reconstruir la narrativa de su verdadera épica como militante activa de la revolución independentista, que participó con innegable protagonismo en momentos claves de la liberación de Ecuador, Perú, Bolivia y Colombia.
Simbólicamente, Manuela representa la lealtad bolivariana y el combate a la traición, valores de mucha trascendencia y vigencia en las luchas que libramos en la actualidad. Para el movimiento feminista, en el que nos inscribimos como izquierda ideológica antiimperialista y anticapitalista, Manuela debería ser emblema de la valentía de la mujer que se enfrentó a tres siglos de oscurantismo colonial y a todos sus dogmas castrantes.
Con veneración suena el nombre de Manuelita en la sublime canción del trovador venezolano Jesús “Gordo” Páez, con versos de Bolívar a “su genio encantador”.   Honores a Manuela Sáenz, a 198 años de aquel Inti Raymi de un amor inmortal.
Yldefonso Finol
Historiador bolivariano
Cronista de Maracaibo

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