La tarea descolonizadora: de cuando el General en Jefe de los Ejércitos de la República, Rafael Urdaneta, tuvo un duelo a muerte con un tal Alonso de Ojeda (II)
Segundo
asalto: la “banalidad del mal”
La mentalidad colonizada, en la inmensa mayoría de
casos, no sabe su estado, es inconsciente de los juicios que emite por seguir
una tradición que asimiló del entorno cultural dominante. Repite lo que le
“enseñaron” (inculcaron) y suscribe sin indagación o la más elemental
reflexión, todo cuanto le ate al sistema de nociones vacías que “normalizan” su
existencia. Parte importante de esa “normalidad” consiste en rechazar -con más
o menos virulencia- toda propuesta que invite a revisar o cuestionar lo
establecido.
Interesante echar una mirada a las disquisiciones de
Hannah Arendt acerca de la “banalidad del mal”, explicada a partir de la falta
de pensamiento (autónomo) de la persona. “En la semántica arentiana el
pensamiento corresponde a la actividad espiritual de la autorreflexión”,
enfocándose en el ámbito ético-político del pensamiento individual por su
función preventiva. “Arendt no considera que el pensamiento garantice actuar
bien, ni siquiera considera que nos pueda garantizar alguna definición
universal del bien y del mal, ni la máxima altura de algún otro ideal, sea la
verdad absoluta, la felicidad perfecta, el bien público, la paz perpetua o
cualquier otro; más bien supone que por falta de pensamiento el hombre puede
caer en la estupidez, que puede ser tanto o más peligrosa que el sadismo
declarado.” (Sissi Cano, Horizonte, Belo Horizonte, v. 3, n. 5, p. 101-130, 2º
sem. 2004)
Según la filósofa de origen judío-alemán,
nacionalizada estadounidense, la falta de reflexión hace a las personas
fácilmente manipulables “por cualquier concepto frívolo de lo bueno y de lo
malo; banalidad que no minimiza la crueldad de sus efectos”. (Idem)
En el asunto que nos ocupa de la lucha descolonizadora,
la capacidad de discernir no sólo dependerá de la reflexión espontánea de los
individuos, si no que exigirá también la investigación del proceso histórico
que nos trajo a la realidad oprobiosa que queremos modificar.
La tarea descolonizadora de la conciencia colectiva
tiene varias características que la complejizan per se:
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Es
necesaria, pertinente e impostergable. Porque habiéndose implantado los dogmas
colonizadores a través de diversos mitos alienantes (historiográficos,
idiomáticos, culturales, religiosos, estéticos), durante un larguísimo periodo
de medio milenio, con instituciones profundamente instaladas socialmente, y
ante la evidencia contundente de la inviabilidad de la construcción de una
nueva civilización (ética, ecológica, humanista-igualitaria, independiente de
imperialismos), bajo el predominio de los antivalores impuestos: racismo,
supremacismo, sectarismos religiosos, eurocentrismo, sacralización del mercado,
dependencia, subdesarrollo, neocolonialismo, consumismo, individualismo,
mercantilización de las personas, enajenación capitalista; es urgente la puesta
en práctica de una masiva pedagogía liberadora, que comienza por el viejo
debate de si los originarios habitantes de este continente son o no seres
humanos; o incluso, si este continente estaba o no habitado a la llegada de los
barcos de Colón, para que se hayan acuñado como incuestionables los títulos de
“descubridores” y “fundadores” otorgados a los recién llegados.
-
Es
parte inseparable de la “batalla de ideas”. Estamos ante una contradicción
ideológica que no se resuelve ni a tiros ni a votos: se trata de una tarea
estrictamente educativa, comunicacional, cultural. Quienes promulgamos la
descolonización de las conciencias no buscamos vencer, estamos obligados a
convencer; aunque hay que decirlo claramente, porque no somos ingenuos, quienes
nos adversan sí pueden llegar al extremo de ejercer la violencia en defensa de
lo que consideran verdades pétreas, eternas, incuestionables, sagradas. El
olvido y la negación del genocidio contra los pueblos originarios juegan como
“excusas” para la arremetida de nuevo cuño intentada por una derecha ideológica
transnacional, con sus expresiones específicas en nuestras latitudes.
-
Es una
lucha de largo plazo. La urgencia de emprenderla ya, no implica que sus
resultados se obtendrán de inmediato. Toda transformación cultural conlleva
periodos de debate, propagación de las nuevas ideas, redefinición de conceptos,
desmontaje de mitos alienantes, argumentación de razones, modificación de
sentires, despertares ante la perplejidad, en fin, rupturas epistemológicas,
como dirían mis amigos sociólogos. Y todo eso requiere de mucha labor docente
por parte del liderazgo que propone la descolonización.
-
El
derecho de los pueblos a la memoria histórica. Cada vez más contingentes de
personas se unen en la convicción de que es importante el conocimiento de los
hechos pasados que definieron el presente de la humanidad. Pero seguimos siendo
una pequeña minoría. Coinciden en ello teóricos de la historia, experimentados estadistas,
la doctrina contenida en Resoluciones de Naciones Unidas y hasta el Papa
Francisco. Como dice Saramago: “Hay que recuperar, mantener y transmitir la
memoria histórica, porque se empieza por el olvido y se termina en la
indiferencia”. Las crónicas locales y de movimientos sociales, las historias de
conflagraciones o del desarrollo tecnológico, todo interesa a un mundo donde la
información fluye vertiginosa entre una colectividad más exigente y acuciosa. Comprender
e interpretar los fenómenos socioeconómicos y geopolíticos son una necesidad
concreta de millones de seres humanos en el planeta, a pesar de la absorbente
cotidianidad material. De allí que sectores retrógrados apuesten a la
“banalidad del mal”, mientras ocurren microrrevoluciones resemantizadoras como
la que hemos presenciado recientemente en una frase lapidaria de López Obrador:
“Me dio gusto constatar la decadencia de Vargas Llosa”.
-
Autocrítica.
La tarea descolonizadora debe partir del reconocimiento que hemos llegado muy
tarde y con poco brío a emprenderla. En el caso venezolano no se asumió con
valentía desmontar las falacias colonialistas. La flojera intelectual y el
relajo frente a costumbres enajenantes, características típicas de una
burocracia capitalina paquidérmica, dejó que la inercia gobernara el sistema
educativo-cultural, con la excepción de reductos críticos las más de las veces
marginados. No se implementaron programas para documentar al profesorado ni se
elaboraron materiales formativos para el alumnado. Los medios públicos
despilfarran horas que son décadas rumiando estilos enlatados, sin atreverse a
proponer contenidos y estéticas revolucionarios más allá de la cobertura a la
pauta gubernamental.
Por estas realidades, un hecho de tanta trascendencia
como el rescate del nombre originario del pueblo añú Paraute, incendiado por el
imperialismo petrolero el 13 de noviembre de 1939, que el pitiyanqui López
Contreras había suplantado oprobiosamente por “Ciudad Ojeda”, y haber
renombrado la capital del municipio Lagunillas del estado Zulia en la República
Bolivariana de Venezuela, con el honroso epónimo del Prócer de la Independencia
Rafael Urdaneta, no tuvo ningún eco en las mediática regional y nacional, ni se
hicieron los esfuerzos propagandísticos y educativos necesarios para posicionar
la nueva nomenclatura.
Retomando el concepto de la “banalidad del mal”, al
observar la intención autómata de restaurar la humillante nombradía colonialista-imperialista,
propongo estas preguntas para pensar:
¿Qué hizo el tal Alonso de Ojeda que merezca llevar su
nombre una ciudad a la orilla del Lago Maracaibo? ¿Si este personaje “descubrió”
el Lago, “quedando maravillado”, por qué nunca volvió por estas aguas? ¿Alguien
que “descubre” este gigantesco reservorio de agua dulce, con todas las
maravillas paisajísticas que ya han cantado cientos de poetas y juglares, de
verdad preferiría irse de “gobernador” del Cabo de la Vela?
¿Por qué López Contreras, que fanfarroneaba
patrioterismo, prefirió el nombre de un total desconocido al de alguna figura
egregia del país o la región? ¿Por qué no pensó en Pedro Lucas Urribarrí, marino
y guerrero patriota, héroe de la Batalla Naval del Lago, nativo de la Costa
Oriental, por ejemplo? ¿Qué ideología dominaba las conciencias de aquel absurdo
dictador que parecen compartir respetables ciudadanos en la actualidad?
¿Nos parecería “normal” que Rusia bautizara alguna de
sus ciudades con el nombre de Wilhelm Ritter von Leeb? ¿O que China nombrara “Nueva Japón” a la
región invadida por los nipones en su afán de expansión a partir de 1937? ¿O que
la plaza principal de Israel se llamara Adolf Hitler?
El ser humano se diferencia del resto de los animales
por la capacidad de pensar. No desperdiciemos ese “don” natural. Pensar es
existir. La máxima de Descartes nos convida a pensar para ser. Hannah Arendt
nos pide pensar para salvarnos de las “banalidades del mal”.
Yldefonso Finol
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