NIGALE
Las velas se roban el
viento y ciegan el horizonte. Cada vez son más en número y tamaño las naves con
que los españoles surcan el Lago. A ratos deben detenerlas en la barra y
descargarlas en espera de la marea llena para poder entrar al cuerpo de agua y navegar
rumbo al puerto de Maracaibo, que se ha convertido en un importante centro de
negocios para los europeos en estas tierras. En ocasiones, llevan con ellos de
guías y bogueros en los laberínticos bajos de la barra, a los de la sangre
autóctona que se han doblegado a sus armas y artimañas.
Desde el alto cerro de la
isla de Toas, los espesos manglares del lar maracaibero son una sinfonía de
verdes naturales, que reflejados en sus cristalinas aguas, sacan acordes
disonantes del brillo lacustre formando una fiesta de sensaciones espirituales.
Es el canto de la creación a la libertad de las criaturas, a las gaviotas
dibujando las notas de su aeronáutica danza en el cielo pentagrama, a las
manadas de toninas y manatíes hilando maravillas marinas en su ballet acuoso de
redondas expresiones, al ir y venir de miles de aves migratorias en su feliz
encuentro secular con la vida.
Desde el alto y caluroso
cerro, el joven cacique del clan zapara de la nación Añú, gime silencioso las
nostalgias por un pueblo que desaparece: su pueblo. Antes de llegar los
extraños todo era tan tranquilo, tan hermoso, tan humano. La pregunta le
golpeaba insistente a la puerta del pensamiento, sin poder hallar respuesta:
¿por qué los españoles sufrían de tanta avaricia y crueldad? ¿cómo habían
podido esclavizar y asesinar a tanta gente sólo por tener más? ¿qué sería de
los poquísimos Añú que sobrevivieran a la catástrofe? ¿cómo sería el futuro del
Lago en manos de estos ambiciosos?
Sólo sabía que hasta la
última gota de su sangre debía derramarla tratando de hacer ir de sus
territorios a los invasores.
El conticinio y la
meditación se desvanecieron en la medida que la responsabilidad de jefe le
reclamó. Debía convencer a los hermanos de la etnia Bari, mal llamados
Quiriquires o Motilones, para que juntos enfrentaran al enemigo común, a los
que pretendían despojarlos del Lago que era padre y madre de todos. Ya él había
perdido a sus progenitores en manos enemigas.
Su padre fue de los que
cayeron resistiendo contra los de Pacheco, cuando los invasores atacaron por
sorpresa los primeros poblados Añú en busca de gente para hacerlos esclavos. En
esa acción Nigale y su joven madre fueron capturados y puestos al servicio de
la casa del Teniente de Gobernador de Ciudad Rodrigo de Maracaibo. Allí aprendieron
a tragar amargo y respirar hondo cuando había que callar ante algún atropello.
Aprendieron a ser sigilosos cuando de escuchar las instrucciones y comentarios
del jefe de los invasores se trataba. Y aprendieron la lengua del enemigo, como
llegaron a conocer sus intimidades, llenas de intrigas y falsedades, de temores
y complejos, de hipocresía y deslealtad.
Por eso la madre
protectora, simuló con el dolor de sus entrañas contraído, obediencia y
sumisión ante aquellos que sólo ultrajes le habían causado. Todo con tal de no
ser apartada de su crío. Todo a cambio de tenerlo cerca y protegerlo.
El pequeño Nigale, igual
debía ignorar su filiación frente a los señores, pues les hubiese costado la
separación, de haberles descubierto el nexo familiar que les unía. Eran normas
del régimen de hecho instaurado por los encomenderos, que perseguía debilitar
los lazos de pertenencia consanguínea en el grupo indígena, para quebrar su
fortaleza unitaria y de resistencia, y una forma atroz de decirle a los hijos y
a las madres que ambos les pertenecían por ser sólo bestias de carga, de
trabajo, de servidumbre. Era la brutal negación de la familia indígena, en
contra de las propias leyes españolas que, gracias al esfuerzo de conciencia de
la Orden de Predicadores, se habían dictado para proteger a los indígenas de
los abusos del conquistador.
En esas cosas terribles
pensaba Nigale, todas las cuales quedaron reducidas a malos recuerdos en
aquella gesta de noviembre de 1573 en la que sus hermanos Añú pusieron en jaque
a Ciudad Rodrigo, y él, y su adorada madre, rescataron la libertad y la
felicidad unidos en un abrazo que nunca se ha borrado de su pecho lleno de amor
y de rabia. Su pecho que hoy sentía un vacío inmenso como el ayer. Su pecho que
añora su primera infancia nadando libres como peces entre los horcones que cual
fuertes piernas soportan al hogar de los descendientes de Maarak'iwo, y la
transparencia del agua y la suavidad del marullo sirviendo de duendes del juego
eterno de los niños que alborotan el fondo de las fantasías e ilusiones. Los
niños, sus amigos, él, sintiéndose un niño con semejante carga pesada en sus
hombros. Sus hombros que ya no aguantan solos el peso de las exigencias
sobrehumanas que le atormentan el sueño.
Recordó cómo se hizo hombre
andando fugitivo de un lado a otro en su propio lar, guerrero improvisando
hazañas sin tener la edad, cacique con la única sabiduría de andar todo el
tiempo arriesgando la vida en tanta empresa temeraria que imponía la lucha. Su
generación no dispuso de tiempo para la feliz rutina de la paz y el amor. La
afición espontánea de su pueblo al canto y los versos como adoración a la
belleza del paisaje y la energía de los elementos, se trasmutó en inspiración
de rebeldía por la dignidad pisoteada. Ahora el talento todo se desgranaba
sobre los campos de batalla, cuerpo a cuerpo. El impulso creador que tantos
momentos gratos regalaba a los Añú en sus tertulias comunitarias y reuniones
familiares, cambió a impulso vengador justiciero, impulso desesperado por
vivir, por ser libres otra vez. Vida y libertad, los dos gemelos creadores que
nos alimentan. Las dos aspiraciones más sentidas que el cacique soñaba para su
gente. Las razones de su desvelada y tenaz entrega vital.
Era el año de 1598 en que
Nigale despidió los restos mortales de su madre idolatrada. Ella le fortificó
en sus principios libertarios y le dio de beber la sabia de la justicia en la
fuente de la igualdad y la solidaridad. Tuvo que ser guerrera por la fuerza de
los acontecimientos igual que todas las madres que ven en peligro al fruto de
su divina fertilidad. Fue guerrera y consejera y como tal llegó al fin de sus
días sobre la tierra. Sus últimos alientos los libró a través del aceitoso
brillo de su mirada que derramó sobre los húmedos ojos del libertador de sus
entrañas. Los ojos que hablan por el alma y dicen lo que mil palabras no
logran. El agónico mensaje crecido con un eco extraordinario en las neuronas
del cacique: luchar hasta el final por la dignidad del pueblo Añú.
En lo alto del cerro
isleño, Nigale llora a su madre y eleva su monólogo interior a las criaturas
del universo buscando ayuda, buscando luz. Al sol, padre del brillo que aviva
la existencia. Al agua, anciana abuela que nos amamanta con sus añejas mieles.
Al relámpago permanente que atiza las conciencias de los pensadores. A la
tierra, paridora innata de la vida con la piel llena de hijos agradecidos. A la
lluvia, inquieta adolescente fertilizadora.
Su llanto no se escucha ni
se ve. Su llanto inunda el aire.
Mientras, en las cálidas
orillas de la bahía de Uruwá, en el delta del Macomite, entre los caños donde
aparecía el piache Mohán, los guerreros escoltas de Nigale sudaban a
borbollones el nerviosismo por la obligada espera que ordenó su querido jefe.
Respetaban la soledad que el hombre requiríó en aquel momento de íntimo dolor,
pero temían un zarpazo imprevisto de efectos irreparables, en tiempos que el
capitán español Andrés de Velasco andaba con sus soldados atacando por sorpresa
los reductos de la resistencia Añú.
Consideró el segundo
cacique Telinogaste que era prudente comenzar a acercarse al sur de Toas, dando
la orden a los remeros que empezaron con ahínco el arpegio de los canaletes. En
media hora estaban sobre la rocosa isla blanquiazul. Nigale, que les vio
zarpar, a pesar de no querer romper su soliloquio, inició el descenso para
evitarle a sus camaradas la molestia de subir la cuesta. Sin cruzar palabras se
hallaron en una playa de arenas blanquecinas, emprendiéndola rumbo al este
hacia Oriboro, lugar que servía de escondite a la última guerrilla del pueblo
que vivía sobre el agua.
La región de Maracaibo,
patria de los Añú, poseía un paisaje único, formado por el encuentro del mar
con la dulzura del Lago y sus cientos de ríos subsidiarios, produciendo una
especial exuberancia en la vegetación y una diversidad prolija de su fauna. En
el recorrido hacia el pueblo y ciénaga de Oriboro, se veían saltar miles de
taparucas plateadas como tejiéndole collares de perlas al Lago en su piel. Se
veían los caimanes y babas en los caños, y los rosados y delgaduchos togogos en
los bajos de la ciénaga. Tantos colores, tonos, formas, valores, texturas, un universo
en plenitud.
A la hora de la cena, con el humo del fogón por centro de mesa, Nigale compartió con sus hermanos sus más recientes reflexiones acerca de la necesaria coordinación con el resto de los clanes Añú y con las otras etnias que luchaban contra los invasores españoles. Primero debían hablar con las hermanas familias Añú de los aliles, toas, parahute, paraúja, mohanes, auzales y arubaes; y después proponerles la unidad total a los descendientes de la gran nación chibcha que habitaban el sur del Lago: los Barí. Con ellos podía contarse porque eran gentes honradas, de mucha dignidad, que además no rehuían el compromiso por difícil que fuera y amaban profundamente sus territorios. La relación tradicional de intercambio se había truncado por el trauma de la presencia invasora, pero de seguro recibirían con patriotismo la oferta unitaria del clan zapara. Esta era la estrategia nigaleana que perseguía golpear al invasor allí donde precisamente más le dolía: en sus negocios.
XIII
TIEMPOS DE INSURRECCIÓN
Un siglo de invasión había
reducido a la población indígena de la región del Lago de Maracaibo a unos
escasos quince mil, esparcidos hacia los más recónditos parajes por fuerza de
las guerras desiguales e injustas que les acosaban. En toda la Provincia y
Capitanía General de Venezuela, desde Maracapana hasta el Cabo de La Vela, la
instauración del predominio español, desde el punto de vista institucional,
formal, pasó por un largo período de desgobierno y de desorden que facilitó la
implantación de un régimen de desmanes y abusos que llevó a los colonizadores a
cometer crímenes de lesa humanidad con la más vil impunidad. El fracaso de la
táctica dominica en la Costa de las Perlas, al oriente, que quiso demostrar que
era posible pacíficamente entrar en relación con los indígenas y evangelizarlos
para que fuesen vasallos voluntarios de los Reyes Católicos, dio paso al libre
albedrío de los avaros y aventureros esclavistas; los mismos que provocaron la
ira de los pacíficos cháimas que aceptaron sin complejos y con gran
hospitalidad la presencia de los frailes domínicos y franciscanos que acudieron
a convivir con ellos. En tres ocasiones sucesivas entraron los invasores a
raptarles gentes, llevándose a unos seiscientos, y como no se cumpliera la promesa
de los sacerdotes de hacer que les regresasen a los secuestrados, los caciques
más radicalizados tomaron venganza en aquellos inocentes cristos que hubieron
de cargar con las culpas de sus malévolos paisanos.
En occidente, el paso de
los agentes alemanes welser, las frecuentes incursiones de secuestradores
esclavistas, y los intentos frustrados por ocupar Maracaibo, junto a la
complicidad criminal de representantes de la iglesia como el fariseo Rodrigo de
Bastidas, habían dejado una nefasta secuela de vejámenes, muerte y desolación.
La resistencia indígena se
hacía más belicosa y permanente en la medida que la presencia invasora
amenazaba con establecerse. La muerte del gobernador Jerónimo de Lerma y los
capitanes Olea y Simón de Alfaro, valorados por los españoles como pioneros de
lo que ellos consideraban la fundación de Maracaibo, consternó de tal manera a
los de Nueva Zamora, que la retirada estuvo a punto de realizarse a no ser por
el auxilio que les prestó el Capitán Francisco de Cáceres, quien permaneció una
temporada dando guerra, atacando los escondites indígenas y apresando a muchos,
incluidos los negros cimarrones escapados de Río de Hacha, a los que atrapó en
el cumbé cimarrón que habían construido a manera de fortaleza. Al marcharse
llevaba como motín a los diecisiete negros que sobrevivieron el ataque y a unos
trescientos añú, todos marcados a fuego vivo en la barbilla con la V de
Venezuela a la usanza del obispo Bastidas.
La estrategia conquistadora
en este tiempo exigía mayor estabilidad en el mando y organización en la
administración. Debían proteger el negocio de las perlas en Cabo de La Vela,
por lo que le encomendaron a Juan de Guillén, sustituto de Maldonado, que
poblara una villa entre Maracaibo y Río de Hacha, así como desde esta última se
organizaron fuertes entradas contra los wayú, llamados guajiros y cocinas por
los europeos, a los que obligaron a negociar la rendición hacia 1598, cuando
comenzaron a tener "buenas relaciones". Guillén murió en el intento
de lo encomendado cinco años atrás a manos de unos guerrilleros aliles añú que
lo emboscaron por Sira'maiki. Los reductos de la resistencia asediaron con
garra esos años apoderándose del control de la navegación en el Lago,
fundamentalmente en la barra, donde los guerreros de Nigale hicieron punto de
honor, ubicándose audazmente en todas las islas y bajos del estrecho: Zapara,
Toas, Maraca, Mohán, Parauja, Oriboro. Golpear el comercio haría más daño al
invasor que golpearle sus hogares. No hubo embarcación venida de Cartagena o Santo
Domingo que no fuese perseguida por las canoas guerreras. Igual con las que del
puerto de Gibraltar traían el tabaco y otras mercancías de Trujillo, Barinas,
Guanare, Tocuyo, Carora, Mérida. Los grupos de guerreros apenas las divisaban
acudían prestos en sus ligeros cayucos, con las flechas untadas del abundante
combustible que la creación sembró en las entrañas profundas de Maracaibo: el
mmene. Muchas naves comerciales ardieron en llamas haciendo saltar a sus
tripulantes, empujados por el ardor insoportable del fuego a las filosas saetas
vengadoras que les esperaban al caer. En el sur del Lago, los Barí libran la
misma lucha. Al puerto de Gibraltar, creado en 1591 por iniciativa del
gobernador de Venezuela Gonzalo de Piña Ludueña, lo destruyen en 1600 provocando
la huída de la mayoría de los españoles allí residenciados.
El Lago Maracaibo es ahora
un inmenso campo de batalla. La insurrección indígena añú y barí campea por
toda la región. El planteamiento del cacique Nigale tomó asidero y prosperó.
Los intereses comerciales de los invasores comenzaron a pasarla tan mal que
pedían a gritos refuerzos militares y mano dura contra los incómodos rebeldes
que les truncaban sus operaciones. Al capitán Andrés de Velasco, designado por
Gonzalo de Piña como Teniente de Gobernador en Nueva Zamora, que lidió por
varios años con la resistencia añú, lo acusaron de ser tibio en su acción
armada y le reprochaban que bajo su gestión se habían incrementado los
alzamientos indígenas en la zona.
A comienzos de 1606 llega
el nuevo gobernador Sancho de Alquiza. El siete de febrero se impone del cargo
ante el cabildo neozamorano. Se queda en la ciudad lacustre hasta el mes de
julio cuando sale a Caracas, que ya se perfilaba como la sede permanente del
poder español en Venezuela. Esos cinco meses los indígenas anduvieron
cautelosos por la gran cantidad de hombres de armas que acompañaban al recién
llegado jefe español. Los indígenas espías que simulaban ser siervos de los
extranjeros en sus casas y empresas, informaban de las quejas expuestas por los
de Nueva Zamora a su autoridad y las insistentes peticiones de que acabaran de
una buena vez con los indios alzados que les hacían imposible vivir en aquellas
regiones, tan prometedoras para las rentas reales por su magnífica ubicación con
salida al mar.
Ido Alquiza a Caracas,
Nigale propone a los de Parahute y Misoa y a los Barí, arreciar la guerra y
deciden realizar un ataque masivo. Primero debían arreglar cuentas con los
traidores que ayudaron a los invasores desde un principio sirviéndoles de
intérpretes, remeros, guías, y abasteciéndoles de alimentos. En ciento
cincuenta canoas atacan y destruyen los pueblos palafíticos de Moporo y
Tomoporo, persiguiendo a sus pobladores hasta hacerlos extraviar en las selvas
y pantanos más distantes. Luego irrumpen de madrugada en el puerto de los
españoles llevándose sus embarcaciones, piraguas, bajeles y canoas que estaban
ancladas, aprovechando la oportunidad para tumbar los corrales de cabras,
robando algunas y sacrificando al resto. Frente a la ciudadela hispana pasaron
en sus canoas mostrándose aguerridos y dispuestos a retar sus energías.
Energías que le fallaron a los mercenarios allí acantonados que no se
atrevieron a aceptar el reto, intimidados por la dignidad y gallardía de los
aborígenes.
En septiembre de 1606 el
cabildo de Nueva Zamora de la Laguna de Maracaibo, solicita la ayuda
desesperada del gobernador Sancho de Alquiza. El emisario encargado de
trasmitir la angustia y zozobras vividas fue el capitán Simón Fernández
Carrasquero, quien logró entrevistarse con el primer mandatario el 4 de octubre
de ese año. Le explicó, como así lo hacía la carta del Cabildo que portaba, la
precaria situación en que se hallaban, después de enfrentar sin ayuda económica
del Rey, catorce años de asedio permanente por parte de los hostiles indígenas
de la región. Le pedían encarecidamente apoyo económico, bastimentos, piraguas
e indios que les trabajasen, ya que los pocos con que contaban, que eran los de
Moporo y Tomoporo, fueron aniquilados por los insurrectos. Y, como tabla de
salvación del proyecto colonizador de Maracaibo, que enviasen a una persona con
suficiente experiencia militar y caudal económico para emprender la
pacificación de los indios a su costo.
La tarea de Fernández
Carrasquero no resultó nada fácil toda vez que el impávido Alquiza no se dejó
conmover por sus lamentaciones y por el contrario le repicó con una sarta de
reclamos sobre la responsabilidad que ellos mismos tenían en el desmando que
imperaba en la región y les recriminó no haber apreciado que la mitad de los
recursos reales con que contaba para toda la gobernación se los había entregado
generosamente a los de Nueva Zamora, y que eran demasiados los problemas que
debía resolver con el otro cincuenta por ciento.
El ánimo del embajador
Fernández Carrasquero sufrió un desaliento que casi le hace sucumbir. Alquiza
no le dejó abierta ni siquiera una pequeña rendija por donde poder
sensibilizarle. Sólo se imaginaba las caras de sus vecinos que todo lo habían
arriesgado en aquella empresa que parecía zozobrar inexorablemente ante la
apatía de quien consideraban su última carta, o la ruina y la humillante
partida serían sus obligadas alternativas. Más, de la sórdida respuesta del
gobernador, surgió un hálito de esperanza, un nombre que podría salvar la idea
original de los que invadieron Maracaibo en 1569.
Se trataba de Juan Pacheco Maldonado, el hijo de Alonso Pacheco.
XIV
CAIDA DE NIGALE: TRIUNFO DEFINITIVO DE LA INVASIÓN
El primogénito de aquel
Alonso Pacheco que en 1573 huyó de Maracaibo abandonando a su suerte a los que
le siguieron en esa expedición colonizadora, el ahora Capitán Juan Pacheco
Maldonado, residía en su natal Trujillo, donde la influencia familiar le deparaba
sendos privilegios, comodidad y fortuna, aunque no siempre la deseada, pero
suficiente como para darse vida de señor, en aquella provinciana ciudad de
casas altas y anchos solares, y calles angostas de piedra pulida que ascendían
empinadas a mirar los cerros que las rodeaban. Pueblo para el andar pausado y
para el recogimiento temprano, a veces cálido en el día, pero siempre fresco en
las noches. Allí lo encontró el animado Simón Fernández Carrasquero a comienzos
del año 1607, cuando de regreso de Caracas decidió irse directo a buscar al
Capitán Pacheco Maldonado para informarle personalmente de la oferta que le
hacía el gobernador Sancho de Alquiza para que asumiera el cargo de Teniente de
Gobernador de Maracaibo en sustitución de Andrés Velasco, con la solícita
misión de destruir los focos de resistencia indígena que aún osaban enfrentar a
las fuerzas españolas en la región del Lago: los Añú y los Barí.
Como los de Trujillo, igual
que los de Mérida y las otras poblaciones de españoles en la cuenca del Lago de
Maracaibo, sabían y sufrían los daños causados por las incursiones indígenas
contra la navegación y el comercio y ante la inminente necesidad de ir fortificando
la barra y los puertos lacustres por la amenaza de los piratas y corsarios que
ya estaban acechando las costas cercanas, Juan Pacheco Maldonado logró sin
mucho esfuerzo el apoyo económico, logístico y de recursos humanos que requirió
para emprender su cometido.
Fernández Carrasquero
informa al Cabildo el 23 de enero de 1607 sobre la respuesta de Alquiza, a la
que reaccionan en dos sentidos: informar detalladamente al propio Rey a través
de un informe que le envían con el alcalde Pablo de Collasos, y preparar el
recibimiento al nuevo Teniente de Gobernador, Juan Pacheco Maldonado. Para esa
fecha el capitán trujillano ya ha aceptado formalmente la propuesta del
Gobernador y éste a su vez, procedió a nombrarlo oficialmente el 2 de febrero
siguiente. EI 13 de marzo, después de recibir su título, designó a su amigo
Martín Fernández como Sargento Mayor y lo envió a Maracaibo como gobernante
provisional mientras él se concentraba en resolver los pormenores de la que
habría de ser su gran oportunidad de reivindicar el nombre de los Pacheco en el
terreno de las armas, para lo que se había formado toda la vida.
En su espaciosa habitación,
al reflexionar sobre la decisión que estaba a punto de tomar, el único varón de
Alonso Pacheco y Ángela Graterol, especulaba sobre lo que significaría una
victoria conducida por él para toda la colonia española establecida en
Venezuela y en particular, para el nombre de la familia que volvería a brillar
entre las que mejor servicio han prestado a la Corona y que por tanto, mejores
servicios recibían de ésta. El conocía la sicología de aquellos indígenas añú
entre los que pasó un lustro de su primera infancia. Poco le importaba
arrasarlos vivos si era necesario para abrirse caminos de gloria y riqueza. El
sabría cómo tratarles, con la soberbia de los aceros y la pólvora, y con la
maña de las víboras.
Cada uno de sus hombres
debía portar un mosquete nuevo con suficiente carga para quince disparos, más
una pistola al cinto, sable afilado y puñal. Las cabalgaduras servían a un
quinto del batallón.
En Moporo armó las naves de
velas y mandó construir canoas de buen tamaño para usarlas como acompañantes.
Sin anunciar su salida y antes de entrar a Nueva Zamora, sorprendió al pueblo
de Parahute, entrándole con cien hombres a fuego cerrado de mosquetes e
incendiando las casas. Murieron cerca de doscientos en el acto y atraparon a
otros tantos como rehenes, salvándose los que lograron huir a los montes que
llaman de Lagunillas, en la costa oriental del Lago. Los caciques bautizados por
los españoles como Juan Pérez Mataguelo y Camiseto, que actuaron en la
insurrección contra Moporo, Tomoporo y el puerto de Nueva Zamora, fueron
llevados a la ciudad para ser ejecutados en público como acostumbraban hacer
con los jefes guerreros para escarmentar. Al resto los vendieron como esclavos.
No se arriesgó Pacheco
Maldonado a darle tregua a los alzados y sin dilatar en formalismos
burocráticos continuó la razzia contra los añú, a los que consideraba más
peligrosos por su tenacidad y perseverancia, y por ser capaces de renacer como
el ave fénix de sus propias cenizas, cuando de defender lo suyo se trataba.
Recordaba con vergüenza la retirada deshonrosa que les hicieran emprender los
indios cuando aquellos terribles días de noviembre de 1573. Veía el rostro de
su padre compungido palidecer de amor propio la madrugada que con algunos de
sus siervos y tropa de mayor confianza, a espaldas de todos los de Ciudad
Rodrigo, marchó a Trujillo desmoralizado y derrotado. Se imaginaba al tal
Nigale enseñoreándose ante él, cuando sólo era un indio miserable al que su
familia dio de comer y albergó entre sus criados. Quería pronto acabar con esta
pesadilla que le atormentó no pocos sueños, en sus años de juventud en que los
rumores callejeros se mofaban de los Pacheco por la historia conocida.
Pero sus conocimientos
sobre la guerra y del terreno que pisaba, le indicaron que actuara más con el
cerebro que con el corazón, que a la rabia y los deseos de venganza debían
orientarlos la audacia y la inteligencia. De allí que contuvo sus ganas de
combatir rápido y dispuso una operación de espionaje, para precisar los lugares
donde se refugiaban las guerrillas añú, cuáles eran sus bases de apoyo
logística, con cuántos hombres contaban, y algo muy importante en estos casos,
la disposición anímica del contrincante y sus armas. Una vez que recabó la
información que quería y con más madurez en el conocimiento de los posibles
escenarios, se trazó una táctica que habría de sorprender a sus propios
correligionarios. -"Los atraparemos bajo engaño sin disparar un
tiro", les dijo a sus subordinados, quienes no alcanzaban comprender el
plan del Capitán.
Pacheco se notaba seguro de
sí mismo, enérgico, optimista. Su posición se basaba en el hecho de haber
determinado en su trabajo de inteligencia, que los añú no tenían clara
conciencia de quién era su verdadero enemigo, no habían alcanzado a interpretar
las intenciones totalizadoras de la conquista, de manera que los españoles que
residían en Trujillo, no necesariamente eran considerados enemigos o invasores,
a menos que intentaran establecerse en sus regiones, reservadas al hábitat del
Lago. La guerra de resistencia que precariamente libraban los indígenas, sólo
perseguía hacer retirarse a los extranjeros de sus predios. Fue lo que llevó al
hijo mayor de Alonso Pacheco a tramar una treta de engaño contra Nigale. Él
sabía que funcionaría.
Hasta la isla de Zapara se
dirigió con sesenta hombres en un barco de velas y dos canoas acompañantes. Le
envió mensajes a Nigale de que quería hablarle. El cacique se sintió
confundido, Pacheco le pedía reunirse para hacer las paces ya que él vivía en
Trujillo y los de allá no tenían guerra con los añú, y que al contrario ellos
podían tener relaciones amigables, negociando sal y pescado que allá necesitaban,
por biscochos y otras mercaderías que los de Trujillo les podían entregar a
cambio.
En los caños de Oriboro
Nigale pensaba y repensaba la propuesta de Juan, el niño don Juan, como le
habían enseñado a llamarlo en la casa de los Pacheco en Ciudad Rodrigo, cuando
con su madre y muchos de los suyos pasaron por la humillación de servir a los
invasores. Su mente no dejaba de calcular la posibilidad de la paz, porque los
de su pueblo eran ya tan pocos, que sobrevivir y tomar un tiempo de tregua era
como respirar y beber agua. También tuvo que luchar con los zamuros que le
revoloteaban la cabeza con malos pensamientos llenos de ira reprimida, al
memorizar involuntariamente escenas de dolor y de impotencia del tiempo en que
mandaban los Pacheco. Pensó en su padre, que como tantos hombres de paz,
trabajo y poesía, tuvo que partir anónimo de este mundo por la ambición de unos
extraños que habían venido a destruirlo todo.
A regañadientes fue el
segundo cacique Telinogaste a dar respuesta a los de Trujillo que andaban
merodeando en las dos canoas por las orillas de la insular Toas, aparentando
ser pocos, porque unos cuarenta y cinco de ellos se escondieron con la nave de
velas.
El acuerdo fue conversar en
Zapara, en el extremo este de la isla. Cada jefe iría acompañado de un pequeño
grupo de sus hombres de confianza que no sería mayor de veinticinco, los cuales
debían estar desarmados.
Los que andaban con Pacheco
en las canoas se escondieron sus puñales debajo de las mangas de sus camisas,
mientras el grueso de ellos desembarcó por el norte llegando a pie hasta las
cercanías del lugar de reunión. Con Nigale llegaron unos veinticinco guerreros
que incluían mujeres y niños de escasos años adolescentes. El diálogo pautado
se trocó en un monólogo de cuchillos, espadas y mosquetes. Del otro lado fueron
vísceras al aire y cuerpos encadenados. A razón de dos españoles bien armados
por cada añú sorprendido por la traición fue el combate, devenido en masacre.
Era la víspera de San Juan, 23 de junio del año de 1607.
A Nigale lo llevaron vivo a
Nueva Zamora con once guerreros más, para mantenerlo encerrado en jaula de
hierro como a una fiera salvaje que se exhibe de trofeo, y para que los
cobardes que no se atrevieron a enfrentarlo, lo vejaran con escupitajos y
pedradas. Al tercer día los ahorcaron en la plaza mayor. Así sellaron el fin de
la resistencia indígena en Maracaibo, con la muerte de su más querido líder.
El imperio español celebró la caída del último héroe de la resistencia indígena en la región del Lago de Maracaibo. Una carta del Rey del 23 de mayo de 1608 felicita a Juan Pacheco Maldonado por "haber acabado con los rebeldes que impedían la navegación en la laguna de Maracaibo".
Fin
Yldefonso Finol Ocando
Guerrero añú
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