jueves, 24 de noviembre de 2022

PRIMERA BATALLA DE MARACAIBO: NOVIEMBRE DE 1573

PRIMERA BATALLA NAVAL DE MARACAIBO 

CIUDAD RODRIGO DE ALONSO PACHECO (del libro EL CACIQUE NIGALE Y LA OCUPACIÓN EUROPEA DE MARACAIBO)

Para 1569, fecha en que se produce el segundo intento de ocupación europea de Maracaibo, los colonizadores españoles están regados por todo el continente. Han acumulado setenta y siete años de experiencia en el sofisticado arte de expropiar a los indígenas de sus tierras, recursos naturales, dioses y libertad, la vida misma. Fuese por engaño, bajo subterfugios religiosos, abusando de su natural candidez, o a través del exterminio bélico y la esclavitud. También han probado todas las formas de estímulo material y de otra índole, para procurar que el conquistador se ocupe de hacer lo que convenga a la Corona de manera que sea su propia conveniencia. La invasión y el saqueo son la garantía de su éxito económico, porque del trabajo, en aquellos días, sólo vivían los siervos y artesanos, mientras que la promesa de estas aventuras apuntaba a convertir en ricos señores a los que corrieran con suerte.

La segunda invasión de Maracaibo se organizó en Trujillo. Con el encargo explícito del gobernador Pedro Ponce de León, de "fundar una ciudad en la laguna de Maracaibo", el capitán Alonso Pacheco se dedicó por varios meses a darle forma a su propuesta con el aval del gobernante de turno. Buscó socios en Trujillo y Mérida para reunir la logística de la expedición, con la promesa de repartir encomiendas entre los que apostaran a su plan.

En el puerto de Moporo, al sureste del Lago de Maracaibo, en la región conocida como Juruara donde algunos indígenas estaban aliados a los españoles, armó las dos embarcaciones, en las que hubo de vagar con su gente por largos días que fueron meses, recorriendo el Lago, reconociéndolo, ya que más allá del posible asentamiento hispano que pudiera lograrse, el sueño de Pacheco era encontrar la vía fluvial que los comunicara con la Nueva Granada, para hacerse acreedor del derecho exclusivo al cobro de tránsito y navegación por la tan ansiada ruta, que igual fue motivo de desvelos del Alfinger. Cada conquistador se inventó su Dorado, mundo mítico de riquezas incalculables que la codicia alimentó en las perturbadas mentes conquistadoras. Perdidos anduvieron al entrar erróneamente por la desembocadura de algún río del sur, y no dejaron de tener sus escaramuzas con guerreros que se topaban a su paso, hasta llegar al fin al lugar donde había estado el campamento de los welser. Comenzaba el mes de julio del año 1569.

La táctica de ocupación de Pacheco fue la puesta en práctica por los castellanos a partir de la experiencia de Ovando en La Española. Constituyó Cabildo colocando en los cargos claves a sus amigos Juan de Morón y Francisco Camacho, primeros Alcaldes de Ciudad Rodrigo de La Laguna de Maracaibo, nombre con que bautizaron la ocupación, por ser Pacheco oriundo de Ciudad Rodrigo en España. Construyeron sus casas con argamasa, piedras calizas porosas y varas de mangle, con techos de arcilla cocida, materiales todos muy abundantes por entonces en todas las riberas maracaiberas. Y hubieron de protegerlas con barricadas por las continuas incursiones de los añú que hostigaron permanentemente la indeseable presencia del invasor. Más fiero se hizo el ataque defensivo de los originarios al constatar que estos nuevos extraños reincidirían como los anteriores en la captura de sus gentes para esclavizarlos.

Es que Pacheco, apenas instalaron su ciudadela, comenzó a repartir encomiendas a sus compinches en esta aventura comercial. Lo hizo de tal manera que entregaba tierras con todo y las gentes que allí estuviesen. Al Alcalde Francisco Camacho le dio en encomienda, en la franja oriental, el pueblo de Paraute, con las familias añú del cacique Tomaenguola. Igual procedió con los poblados cercanos. A Miguel Trejo le encomendó atacar el pueblo de Cupari, al que con saña, alevosía y nocturnidad le quemó las casas atrapando a la mayoría que salieron despavoridos y aún medio dormidos cuando sintieron el rigor de las llamas en sus cuerpos. A Coro fueron a parar al mercado de la ignominia.

Pacheco necesitaba recursos para continuar su búsqueda de la vía fluvial que los comunicara con el Nuevo Reino de Granada. El fallecimiento del gobernador Pedro Ponce de León el 22 de marzo de 1569, les produjo toda suerte de dudas y temores, ya que ignoraban la posición que adoptaría el designado sustituto Francisco de Chávez, de gran influencia en la real Audiencia de Santo Domingo por ser el yerno de su presidente Grageda, quien tomó posesión del cargo de Gobernador de la Provincia de Venezuela ante el Cabildo de Nueva Segovia de Barquisimeto el 20 de diciembre de 1569. Estas preocupaciones las expuso el Cabildo de Maracaibo a la Real Audiencia de Santo Domingo en carta del 4 de agosto de ese año, por la incertidumbre de no saber en manos de quien quedaría su destino en aquellas apartadas y cada vez más hostiles regiones.

Pacheco fue ratificado en su cargo. Pero las limitaciones materiales continuaron intactas. Haber navegado con sus propios medios por el gran río del sur del Lago hasta alcanzar los hatos de ganado cercanos a Pamplona, tenía alborotado el ánimo de Pacheco y sus colaboradores, que todos sus bienes arriesgaban en esta apuesta. Con ciento cincuenta pesos de oro en su bolsa va al Tocuyo, donde se halla el Gobernador, a solicitar apoyo para consolidar la ruta que casi completan, pero que desmayaron en el intento por la falta de recursos. Su meta era llegar a la propia Real Audiencia a explicar personalmente los beneficios que para los negocios del reino tendría el descubrimiento y apertura de esta pista fluvial. Paradójicamente, lo que consigue es un oscuro calabozo donde lo encierran sin explicación unos oficiales reales, decomisándole el dinero que llevaba. El 6 de septiembre de 1570 Pacheco escribe a la Real Audiencia relatando lo sucedido. El 16 de diciembre de 1571, el Rey emite una Cédula apoyando la iniciativa de Alonso Pacheco e instando a las autoridades locales a colaborar para su feliz término. Ya en casa, su mujer Ángela de Graterol, con quien se había casado en Trujillo, junto a su primogénito Juan Pacheco Maldonado, y las niñas Inés y María Pacheco, le recibieron cariñosamente. Pero la tertulia familiar fue muy breve. Al instante de saberse la noticia del regreso del Capitán, todos los hombres se apresuraron a conocer el desenlace del trance que los mantuvo en vilo todos estos largos meses, como los ataques indígenas cada día más frecuentes e intensos. Libando un poco del vino que alcanzó traer del Tocuyo, Pacheco contó a sus compañeros las vicisitudes que le tocó vivir con un toque nada frecuente de humor en un hombre que solía pasar las horas con el entrecejo fruncido concentrado en resolver los detalles de su tarea magistral que era ésta a la que hoy se acercaba tanto. Les relató cómo la carta que ellos enviaron antes y la que luego él escribió surtieron un efecto tremendo en los miembros de la Real Audiencia despertando el interés del mismísimo monarca. Brindó y celebró el que ahora si lo lograrían, que todo el paso comercial atravesaría la hermosa laguna vía Nueva Granada dejándole una fortuna a él y a los suyos por los derechos exclusivos de tránsito y puerto, y el Rey, tendría en ellos a sus más fieles y productivos servidores, dispuestos a besar sus manos y pies y a dar su sangre por su grandeza.

De súbito, Pacheco paró el monólogo al sentirse escrutado por la mirada de un infante que le observaba fijamente como si alcanzara a entender el significado y sentido de sus argumentos. El niño posaba sus manos sobre la madera de la puerta trasera y sobre ellas su cara, ovalada, canela, con largos cabellos lisos y negros. Se trataba de uno de los pajecitos capturados en la entrada hecha a los añú del Mohán, poblado vecino de Parahedes en la desembocadura del río Macomite, con quien solía llevar a cabo sus travesuras de niño conquistador, el mayor de los Pacheco, Juan Pacheco Maldonado. Con el desdén de su dura mirada y el gesto altivo de su rostro, echó Pacheco al pequeño que más tarde se convertiría en Nigale, el jefe.

Durante la noche, en la choza común donde pernoctaban sobre el suelo crudo y frío todos los indígenas que –obligados- prestaban sus servicios a la casa de los Pacheco, Nigale, con sus escasos seis años y repitiendo la rutina de las últimas veinte lunas, contó a los de su sangre lo que había escuchado decir al jefe de los extranjeros: “Él dijo que vendría ayuda. Que otros como ellos llegarían. Dijo, que de Río Hacha les enviarían sapuana (extranjeros negros) como refuerzos para remar sus grandes canoas hasta el sur, a donde ellos quieren llegar. Que si logran esto serían invencibles. Estaban alegres celebrando", resumió el tierno informante.

En efecto. Una de las cosas que Pacheco pidió en su famosa carta a la Real Audiencia, fue que le enviasen esclavos negros para fortalecer el grupo de remeros y así poder avanzar con más velocidad y seguridad por las vírgenes aguas del Catatumbo hacia su Dorado personal. Las instrucciones reales llegaron a Río de Hacha desde donde el llamado Mariscal de las Perlas Miguel de Castellanos, quedó comprometido a enviar 30 esclavos negros, como ciertamente lo había dispuesto sólo que éstos se fugaron cerca de su destino. Castellanos envió entonces a su cuñado Cristóbal de Ribas al frente de 25 hombres bien armados y apertrechados a recapturar a los cimarrones. Las familias aliles, toas, zaparas, onotos de la nación Añú, y los otros grupos autóctonos de la región del Maracaibo, habían aprendido mucho sobre la guerra en estas décadas recientes. Permitir que los refuerzos del enemigo llegaran a auxiliarlos, ahora que estaban debilitados militarmente, constituiría un error gravísimo que podría convertirse en más peligros para ellos.

Se trazaron un cronograma de vigilancia de los lugares por donde eventualmente entrarían los que vinieran. Un sitio clave era la angostura del Macomite al oeste de Parahedes que, por estar en tiempo de sequía, podía atravesarse sin tantos tropiezos. La vigilia fue larga, pero el día llegaría. A mediados de 1573, se vieron los españoles atravesando cómodamente el río. Parecían contentos de hallar el agua dulce y fresca del Macomite después de recorrer toda la aridez y soledad de Woumain y Karrouya. El vigía añú en lo alto de un mangle rojo, alzó su brazo derecho para dar la señal. Los sesenta guerreros armados de sus arcos, flechas, veneno y macanas, esperaban ansiosos en un claro que abrieron entre el sagrado matorral. El paisaje a esa hora del día, cuando el sol inicia su definitivo ascenso al cenit, tan cargado de luminosidad, es un canto a la vida, es la danza de miles de peces saltando en el trampolín del río y la fábula aérea de los buchones haciendo alarde de su apolínea condición. Son las risas de los monos y el silencio de los zorros, venados y osos hormigueros, que observan al trasluz el andar de las auroras. Es la sigilosa seducción de las aguas en el rozar de las serpientes que hacen del conticinio su estancia natural.

Tuvo que erguirse el grito espantoso de la muerte sobre la sinfonía celeste para que el cosmos fuera caos penetrante.

La justicia justiciera del indio rebelado contra su opresión cobró en sus victimarios 23 víctimas. Los bagres y zamuros hicieron el resto.

Los días de Ciudad Rodrigo estaban contados en la Maracaibo Añú. El duro golpe asestado a los españoles a orillas del Macomite, en los que murió el cuñado del influyente Miguel de Castellanos, generó una corriente de opiniones en contra de la aventura pachequiana, a la que se unieron los duros conceptos del nuevo Gobernador Diego de Mazariegos, de los que dejó constancia en dos importantes documentos que mellaron la fuerza y tenacidad del capitán Alonso Pacheco que decidió abandonar su ciudad al punto que los que allí quedaron tuvieron que ingeniárselas para emprender el retiro de aquella que fue su apuesta más gruesa y que se esfumaba entre sus manos al calor de las flechas indígenas que no paraban de advertir la decisión irreversible de defender sus tierras su lago sus cantos su poesía su existencia.

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