PRIMERA BATALLA NAVAL DE MARACAIBO
CIUDAD
RODRIGO DE ALONSO PACHECO (del libro EL CACIQUE NIGALE Y LA OCUPACIÓN EUROPEA DE MARACAIBO)
Para 1569, fecha en que se produce el segundo intento de ocupación europea de Maracaibo, los colonizadores españoles están regados por todo el continente. Han acumulado setenta y siete años de experiencia en el sofisticado arte de expropiar a los indígenas de sus tierras, recursos naturales, dioses y libertad, la vida misma. Fuese por engaño, bajo subterfugios religiosos, abusando de su natural candidez, o a través del exterminio bélico y la esclavitud. También han probado todas las formas de estímulo material y de otra índole, para procurar que el conquistador se ocupe de hacer lo que convenga a la Corona de manera que sea su propia conveniencia. La invasión y el saqueo son la garantía de su éxito económico, porque del trabajo, en aquellos días, sólo vivían los siervos y artesanos, mientras que la promesa de estas aventuras apuntaba a convertir en ricos señores a los que corrieran con suerte.
La segunda invasión de Maracaibo se
organizó en Trujillo. Con el encargo explícito del gobernador Pedro Ponce de
León, de "fundar una ciudad en la laguna de Maracaibo", el capitán
Alonso Pacheco se dedicó por varios meses a darle forma a su propuesta con el
aval del gobernante de turno. Buscó socios en Trujillo y Mérida para reunir la
logística de la expedición, con la promesa de repartir encomiendas entre los
que apostaran a su plan.
En el puerto de Moporo, al sureste del
Lago de Maracaibo, en la región conocida como Juruara donde algunos indígenas
estaban aliados a los españoles, armó las dos embarcaciones, en las que hubo de
vagar con su gente por largos días que fueron meses, recorriendo el Lago,
reconociéndolo, ya que más allá del posible asentamiento hispano que pudiera
lograrse, el sueño de Pacheco era encontrar la vía fluvial que los comunicara
con la Nueva Granada, para hacerse acreedor del derecho exclusivo al cobro de
tránsito y navegación por la tan ansiada ruta, que igual fue motivo de desvelos
del Alfinger. Cada conquistador se inventó su Dorado, mundo mítico de riquezas
incalculables que la codicia alimentó en las perturbadas mentes conquistadoras.
Perdidos anduvieron al entrar erróneamente por la desembocadura de algún río
del sur, y no dejaron de tener sus escaramuzas con guerreros que se topaban a
su paso, hasta llegar al fin al lugar donde había estado el campamento de los
welser. Comenzaba el mes de julio del año 1569.
La táctica de ocupación de Pacheco fue
la puesta en práctica por los castellanos a partir de la experiencia de Ovando
en La Española. Constituyó Cabildo colocando en los cargos claves a sus amigos
Juan de Morón y Francisco Camacho, primeros Alcaldes de Ciudad Rodrigo de La
Laguna de Maracaibo, nombre con que bautizaron la ocupación, por ser Pacheco
oriundo de Ciudad Rodrigo en España. Construyeron sus casas con argamasa,
piedras calizas porosas y varas de mangle, con techos de arcilla cocida,
materiales todos muy abundantes por entonces en todas las riberas maracaiberas.
Y hubieron de protegerlas con barricadas por las continuas incursiones de los añú
que hostigaron permanentemente la indeseable presencia del invasor. Más fiero
se hizo el ataque defensivo de los originarios al constatar que estos nuevos
extraños reincidirían como los anteriores en la captura de sus gentes para
esclavizarlos.
Es que Pacheco, apenas instalaron su
ciudadela, comenzó a repartir encomiendas a sus compinches en esta aventura
comercial. Lo hizo de tal manera que entregaba tierras con todo y las gentes
que allí estuviesen. Al Alcalde Francisco Camacho le dio en encomienda, en la
franja oriental, el pueblo de Paraute, con las familias añú del cacique
Tomaenguola. Igual procedió con los poblados cercanos. A Miguel Trejo le
encomendó atacar el pueblo de Cupari, al que con saña, alevosía y nocturnidad
le quemó las casas atrapando a la mayoría que salieron despavoridos y aún medio
dormidos cuando sintieron el rigor de las llamas en sus cuerpos. A Coro fueron
a parar al mercado de la ignominia.
Pacheco necesitaba recursos para
continuar su búsqueda de la vía fluvial que los comunicara con el Nuevo Reino
de Granada. El fallecimiento del gobernador Pedro Ponce de León el 22 de marzo
de 1569, les produjo toda suerte de dudas y temores, ya que ignoraban la
posición que adoptaría el designado sustituto Francisco de Chávez, de gran
influencia en la real Audiencia de Santo Domingo por ser el yerno de su
presidente Grageda, quien tomó posesión del cargo de Gobernador de la Provincia
de Venezuela ante el Cabildo de Nueva Segovia de Barquisimeto el 20 de
diciembre de 1569. Estas preocupaciones las expuso el Cabildo de Maracaibo a la
Real Audiencia de Santo Domingo en carta del 4 de agosto de ese año, por la
incertidumbre de no saber en manos de quien quedaría su destino en aquellas
apartadas y cada vez más hostiles regiones.
Pacheco fue ratificado en su cargo. Pero
las limitaciones materiales continuaron intactas. Haber navegado con sus
propios medios por el gran río del sur del Lago hasta alcanzar los hatos de
ganado cercanos a Pamplona, tenía alborotado el ánimo de Pacheco y sus
colaboradores, que todos sus bienes arriesgaban en esta apuesta. Con ciento
cincuenta pesos de oro en su bolsa va al Tocuyo, donde se halla el Gobernador,
a solicitar apoyo para consolidar la ruta que casi completan, pero que
desmayaron en el intento por la falta de recursos. Su meta era llegar a la
propia Real Audiencia a explicar personalmente los beneficios que para los
negocios del reino tendría el descubrimiento y apertura de esta pista fluvial.
Paradójicamente, lo que consigue es un oscuro calabozo donde lo encierran sin
explicación unos oficiales reales, decomisándole el dinero que llevaba. El 6 de
septiembre de 1570 Pacheco escribe a la Real Audiencia relatando lo sucedido.
El 16 de diciembre de 1571, el Rey emite una Cédula apoyando la iniciativa de
Alonso Pacheco e instando a las autoridades locales a colaborar para su feliz
término. Ya en casa, su mujer Ángela de Graterol, con quien se había casado en
Trujillo, junto a su primogénito Juan Pacheco Maldonado, y las niñas Inés y
María Pacheco, le recibieron cariñosamente. Pero la tertulia familiar fue muy
breve. Al instante de saberse la noticia del regreso del Capitán, todos los
hombres se apresuraron a conocer el desenlace del trance que los mantuvo en
vilo todos estos largos meses, como los ataques indígenas cada día más
frecuentes e intensos. Libando un poco del vino que alcanzó traer del Tocuyo,
Pacheco contó a sus compañeros las vicisitudes que le tocó vivir con un toque
nada frecuente de humor en un hombre que solía pasar las horas con el entrecejo
fruncido concentrado en resolver los detalles de su tarea magistral que era
ésta a la que hoy se acercaba tanto. Les relató cómo la carta que ellos
enviaron antes y la que luego él escribió surtieron un efecto tremendo en los
miembros de la Real Audiencia despertando el interés del mismísimo monarca.
Brindó y celebró el que ahora si lo lograrían, que todo el paso comercial
atravesaría la hermosa laguna vía Nueva Granada dejándole una fortuna a él y a
los suyos por los derechos exclusivos de tránsito y puerto, y el Rey, tendría
en ellos a sus más fieles y productivos servidores, dispuestos a besar sus
manos y pies y a dar su sangre por su grandeza.
De súbito, Pacheco paró el monólogo al
sentirse escrutado por la mirada de un infante que le observaba fijamente como
si alcanzara a entender el significado y sentido de sus argumentos. El niño
posaba sus manos sobre la madera de la puerta trasera y sobre ellas su cara,
ovalada, canela, con largos cabellos lisos y negros. Se trataba de uno de los
pajecitos capturados en la entrada hecha a los añú del Mohán, poblado vecino de
Parahedes en la desembocadura del río Macomite, con quien solía llevar a cabo
sus travesuras de niño conquistador, el mayor de los Pacheco, Juan Pacheco
Maldonado. Con el desdén de su dura mirada y el gesto altivo de su rostro, echó
Pacheco al pequeño que más tarde se convertiría en Nigale, el jefe.
Durante la noche, en la choza común
donde pernoctaban sobre el suelo crudo y frío todos los indígenas que –obligados-
prestaban sus servicios a la casa de los Pacheco, Nigale, con sus escasos seis años
y repitiendo la rutina de las últimas veinte lunas, contó a los de su sangre lo
que había escuchado decir al jefe de los extranjeros: “Él dijo que vendría
ayuda. Que otros como ellos llegarían. Dijo, que de Río Hacha les enviarían sapuana
(extranjeros negros) como refuerzos para remar sus grandes canoas hasta el sur,
a donde ellos quieren llegar. Que si logran esto serían invencibles. Estaban
alegres celebrando", resumió el tierno informante.
En efecto. Una de las cosas que Pacheco
pidió en su famosa carta a la Real Audiencia, fue que le enviasen esclavos
negros para fortalecer el grupo de remeros y así poder avanzar con más
velocidad y seguridad por las vírgenes aguas del Catatumbo hacia su Dorado
personal. Las instrucciones reales llegaron a Río de Hacha desde donde el
llamado Mariscal de las Perlas Miguel de Castellanos, quedó comprometido a
enviar 30 esclavos negros, como ciertamente lo había dispuesto sólo que éstos
se fugaron cerca de su destino. Castellanos envió entonces a su cuñado
Cristóbal de Ribas al frente de 25 hombres bien armados y apertrechados a
recapturar a los cimarrones. Las familias aliles, toas, zaparas, onotos de la
nación Añú, y los otros grupos autóctonos de la región del Maracaibo, habían
aprendido mucho sobre la guerra en estas décadas recientes. Permitir que los
refuerzos del enemigo llegaran a auxiliarlos, ahora que estaban debilitados
militarmente, constituiría un error gravísimo que podría convertirse en más
peligros para ellos.
Se trazaron un cronograma de vigilancia
de los lugares por donde eventualmente entrarían los que vinieran. Un sitio
clave era la angostura del Macomite al oeste de Parahedes que, por estar en
tiempo de sequía, podía atravesarse sin tantos tropiezos. La vigilia fue larga,
pero el día llegaría. A mediados de 1573, se vieron los españoles atravesando
cómodamente el río. Parecían contentos de hallar el agua dulce y fresca del
Macomite después de recorrer toda la aridez y soledad de Woumain y Karrouya. El
vigía añú en lo alto de un mangle rojo, alzó su brazo derecho para dar la
señal. Los sesenta guerreros armados de sus arcos, flechas, veneno y macanas,
esperaban ansiosos en un claro que abrieron entre el sagrado matorral. El
paisaje a esa hora del día, cuando el sol inicia su definitivo ascenso al
cenit, tan cargado de luminosidad, es un canto a la vida, es la danza de miles
de peces saltando en el trampolín del río y la fábula aérea de los buchones
haciendo alarde de su apolínea condición. Son las risas de los monos y el
silencio de los zorros, venados y osos hormigueros, que observan al trasluz el
andar de las auroras. Es la sigilosa seducción de las aguas en el rozar de las
serpientes que hacen del conticinio su estancia natural.
Tuvo que erguirse el grito espantoso de
la muerte sobre la sinfonía celeste para que el cosmos fuera caos penetrante.
La justicia justiciera del indio
rebelado contra su opresión cobró en sus victimarios 23 víctimas. Los bagres y
zamuros hicieron el resto.
Los días de Ciudad Rodrigo estaban
contados en la Maracaibo Añú. El duro golpe asestado a los españoles a orillas
del Macomite, en los que murió el cuñado del influyente Miguel de Castellanos,
generó una corriente de opiniones en contra de la aventura pachequiana, a la
que se unieron los duros conceptos del nuevo Gobernador Diego de Mazariegos, de
los que dejó constancia en dos importantes documentos que mellaron la fuerza y
tenacidad del capitán Alonso Pacheco que decidió abandonar su ciudad al punto
que los que allí quedaron tuvieron que ingeniárselas para emprender el retiro
de aquella que fue su apuesta más gruesa y que se esfumaba entre sus manos al
calor de las flechas indígenas que no paraban de advertir la decisión
irreversible de defender sus tierras su lago sus cantos su poesía su
existencia.
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