jueves, 30 de enero de 2020


Jayeshi por Ramón Paz Ipuana 
I

La primera vez que probé el ron fue el 16 de julio de 1.971.
La procesión avanzaba por el costado norte de la Plaza hacia la Iglesia. Ildemarito y yo nos habíamos rezagado del grupo por estar mascando hojas de eucaliptus, mientras el primo Larry enamoraba a una muchacha interna del colegio de monjas con los últimos plagios del "Repertorio Poético de Luis Edgardo Ramírez".
Cansado de esperar a otro amigo que se había colgado de una rama como una pereza, traté de alcanzar la procesión que marchaba lenta, sólida y monótona como un bolero colectivo. Iba por el pasillo que da a la oficina del correo cuando de entre un matorral de cayenas y berberías alguien me llamó.
Entre paisanos poca gente lo llama a uno por su nombre. Al acercarme vi en la penumbra un hombre sentado, cabizbajo, sudoroso, con los brazos tensamente afincados sobre la banca. Me acerqué para verle el rostro. Era mi maestro Ramón Paz Ipuana. Tenía la mirada extraviada. Parecía amargado.
-       Ven acá. ¿Acaso le temes a este indio borracho?
-       No maestro
-       La gente aquí me huye. Me tienen asco.
-       No maestro. No diga eso
-       Entonces toma conmigo.
-       Maestro, yo no tomo. Si apenas tengo once años. Además papá no bebe y mamá aborrece la bebida.
El maestro Ramón, ciertamente, siempre fue alguien difícil de  entender. Era distinto, extraño, enigmático. Hablaba de los griegos hasta el cansancio. De los toltecas, sumerios, egipcios. Con él fuimos de la mano a parajes insospechados del conocimiento humano. Toda la mitología del mundo andaba en su habla. El Apolo en la Luna era sólo un canto más de los hombres a Selene. La creación era una página de barro del poema Popol Vuh. Su voz metálica y profunda recorrió saberes y lamentos. Su dolor habló.
-       Yo soy Borona. El niño indio perdido en la sabana. El niño sin escuela. Soy la sequía. Juyá me ha abandonado. Me abraza el cardón y sangro sed. Tengo sed y hambre. Maleiwa me ha abandonado. Tengo miedo. Wanulú me acecha. Yolujá me persigue disfrazado de pájaro negro. Tengo sed. Todo lo mío se ha vuelto arena seca. Outch Yanama. Outch Woumain. Juyá me inunda de silencio. Tengo la piel sembrada de serpientes. No tengo amigos. Sufro mucho la distancia hasta la escuela. Cada tuna es una herida. Cada animal es un muerto. Quiero cerrar los ojos. Que se caigan las estrellas. No quiero ver el fin del agua. Toda la sed se me viene encima. Sólo no puedo. Tengo miedo a esta lluvia de asfalto. Tengo mucho miedo de la noche. Mi vida es hambre y sed. Nada me alienta. Me han arrancado la sonrisa a mordiscos. Me duele el sueño y toda la inmensidad del espejismo.

Ramón Paz Ipuana fue un sabio guajiro. Como tal, vivió doblemente la soledad y el destierro de un mundo racista y mediocre. Su pasión por el saber lo llevó a todos los sacrificios. Su vocación por la enseñanza no tuvo límites. Toda su existencia estuvo llena de lecciones. Decir que murió pobre y solo sería poco y demasiado común. Su camarada José Nicanor Fajardo, el escultor hijo de Petra la cocinera, sería el único en acompañarlo hasta el final.
Ramón Paz Ipuana, sabio zuliano, creador de cátedras e historias, formador de hombres, cosmonauta de la nave infinita del conocimiento, se fue con su soliloquio a Jespira. Nadie aquí sabe de él. Nadie se acuerda. Sólo Juyot, estrella ojo de agua, lo ve compasiva desde el cielo.
Una lluvia de chispas, luces, fuego y humo se desató sobre la Iglesia una vez terminó la misa. La gente gritaba vivas a la virgen. El rito había llegado a su clímax. El maestro Ramón, llevó su mano izquierda al bolsillo de la raída guayabera celeste, sacó el cuartico de ron casi vacío y, ceremoniosamente, lo extendió hacia mí. Sin más, pensando en todo lo que este hombre me había enseñado, compartí su trago amargo.
-       ¡Salud Maestro!


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