Bolívar en Guayaquil el 5 de agosto de
1829
Guayaquil
ya conocía al Libertador desde 1822. Lo recibieron con alborozo. Lo vieron de
cerca, bailando, tomando sopas, echado en hamaca, abrazado con San Martín, escribiendo
cartas, conversando con los patrióticos vecinos, tal como era el hombre de la
libertad.
Este agosto
de 1829 que Bolívar volvió a Guayaquil, fue particularmente húmedo y caluroso
como un gran baño sauna al aire libre. El miércoles 5 era sin duda un día
bochornoso.
El Presidente
de la Colombia que se desgajaba, estaba allí cuidando las fronteras y –fundamentalmente-
la paz de la República, que se habían visto amenazadas por la impertinencia de
una oligarquía peruana que no habiendo sido capaz de independizar su país por mano
propia, tuvo en cambio el atrevimiento de invadir sitios vecinos de la Colombia
original y la naciente Bolivia.
Bolívar,
que junto a Sucre libertó al Perú, una vez que San Martín, tras el abrazo
guayaquileño de finales de julio de 1822, le dejó esa tarea bastante inconclusa
y problematizada (por la cobardía y traición de esa misma oligarquía peruana),
debió partir en 1826 urgido por la conspiración que otros oligarcas inservibles
fraguaban en Bogotá y Valencia.
Hay que
leer las comunicaciones que los cabildos y ciudadanos emitieron suplicando al
Libertador no abandonarlos a la suerte de volver a caer en manos de la
exquisita aristocracia limeña, explotadora y racista como colonialista que
siempre fue en ese territorio usurpado a los ancestros originarios.
Pero sucesos
muy graves obligaban a Bolívar a venir a Venezuela para apaciguar la inminente
ruptura que podía incluso convertirse en guerra civil.
Tan grave
era la situación, que al llegar a Maracaibo lanzó una Proclama profusa en los
más sublimes sentimientos: “¡Venezolanos! Escuchad la voz de vuestro
hermano y compañero, antes de consumar el último sacrificio de una sangre
escapada de los tiranos, que el cielo reservaba para conservar la república de
los héroes… Os empeño mi palabra. Ofrezco solemnemente llamar al pueblo
para que delibere con calma sobre su bienestar y su propia soberanía. Muy
pronto, este año mismo, seréis consultados para que digáis cuándo, dónde y en
qué términos queréis celebrar la Gran Convención Nacional. Allí el pueblo
ejercerá libremente su omnipotencia, allí decretará sus leyes fundamentales.
Tan sólo él conoce su bien y es dueño de su suerte; pero no un poderoso, ni un
partido, ni una fracción…Yo marcho hacia vosotros a ponerme entre vuestros
tiros y vuestros pechos. Quiero morir primero que veros en la ignominia, que es
todavía peor que la misma tiranía; y contra ésta ¿qué no hemos sacrificado?
¡¡¡Desgraciados de los que desoigan mis palabras y falten a su deber!!! (Cuartel
General Libertador en Maracaibo, a 16 de diciembre de 1826)”
Al día
siguiente, escribió al General Salom: “Aunque me cueste la vida voy a impedir
la guerra civil”.
Mientras,
en el sur, apenas puso un pie fuera de su amado Perú, los que en su presencia
temblaban de admiración, temor y envidia, se tornaron en belicosos expansionistas.
Digamos de una vez que la pócima para la mutación la aderezó un hechicero
anglosajón: el agente gringo Willian Tudor.
¿Alguien
que haya estudiado la gesta bolivariana duda hoy que las complicaciones
desatadas desde 1826, casi en forma simultánea, en Bogotá con provocaciones e
intrigas, en Venezuela con ánimos separatistas, en Perú con renovadas ínfulas
virreinales, con alzamientos de realistas infiltrados como Obando, con Santander
detrás de todas las traiciones, pudieron ser posibles por generación
espontánea?
Está claro
que una mano poderosa, o mejor decir una red de tentáculos bien extendidos,
estuvieron coordinando desde la propia presidencia de los Estados Unidos vía
Secretaría de Estado, para frustrar el proyecto emancipatorio de Nuestra
América encarnado en Simón Bolívar y su proyecto de unidad del movimiento patriótico
continental.
II
Cuando
ya Bolívar estaba en Caracas sorteando la situación sobrevenida por la jugada
santanderista de perseguir (provocar) a Páez, y la reacción de éste contrariando
las formalidades de ley, coyuntura aprovechada por la oligarquía criolla del
centro de Venezuela para azuzar el secesionismo, surgió a comienzos de 1827 la
repentina insubordinación de tropas neogranadinas destacadas en el Perú, donde se
asoma un teniente coronel Bustamante, “oficial muy obscuro”, que cuenta con la
venia del traidor mayor. La “bandera” de esta revuelta es el
antibolivarianismo.
Se crean
así las condiciones para la invasión peruana al sur de la Colombia original con
la complicidad de Santander, José María Obando, José Hilario López, es decir,
el partido antibolivariano. ¿Quién los dirigía? Los agentes de la Doctrina
Monroe, herederos del destino Manifiesto. Ya habían saboteado el Congreso de Panamá,
ahora se enfilaban a la balcanización de la América mestiza.
El 19
de junio de 1827 escribe Bolívar a Urdaneta desde Caracas: “Las últimas
noticias que me han llegado del Sur de la república me han obligado a variar de
plan y de posición. Ya Usted sabrá como las tropas rebeldes de Lima han
invadido a Guayaquil y amenazan desde allí y desafían a Colombia entera. ¿Puede
saberse esto sin sentir la más viva indignación? Usted me ha visto indiferente
a todas las intrigas de Bogotá, aguantar tranquilo el resultado del Congreso
sin tomar parte en nada, pero cuando el ultraje ha ido hasta invadir la
república y emplear las armas para imponer a los pueblos y oprimir la voluntad
nacional, no es posible resistir a los impulsos del patriotismo y del deber”.
Pasados
dos años, el 22 de julio de 1829, El Libertador le cuenta a su amigo y fiel
camarada Rafael Urdaneta: “Por fin estamos en la plaza de Guayaquil que ha
estado sujeta a los peruanos por más de cinco meses y el pueblo manifiesta el
mayor contento como es natural”. El 5 de julio le había dicho desde Buijó (“frente
a Guayaquil”): “Nosotros haremos la paz con el Perú y sin falta alguna nos
entregarán la plaza antes de quince días”…”La venida de los peruanos ha
convertido la mayoría de nuestros enemigos, pues han cometido crímenes atroces”.
El Mariscal
de Ayacucho, el invencible Antonio José de Sucre, se había encargado de los
envalentonados títeres del agente yanqui William Tudor, en la Batalla del
Portete de Tarqui el 27 de febrero de aquel 1829 que presagiaba desenlaces
funestos para la Patria Grande.
III
Desde hace
mucho tiempo soy convencido que esos dos viajes forzosos del Libertador,
primero del Perú a Venezuela, y luego de regreso hasta Guayaquil para atender –como
Jefe de Estado y líder indiscutible del proyecto independentista- delicadas
misiones de guerra, paz y soberanía, afectaron irreversiblemente la salud del Padre
de la Libertad Indoamericana y –por ende- de la buena marcha de las repúblicas
en gestación tras derrotar al Imperio Español.
Aunado
a ese extremo esfuerzo físico, estaba el maremágnum de intrigas desparramadas
por medio mundo que tanto molestaron la tranquilidad espiritual de Bolívar. Sí,
literalmente, por medio mundo se propalaron todas las calumnias en su contra,
las mismas que aún repite con furia la transnacional antibolivariana.
El miércoles
5 de agosto de 1829 en Guayaquil fue un día triste para Bolívar. Tener que
hablar de la ingobernabilidad de su Colombia y demás patrias paridas con dolor
sangriento, heroísmo infinito, sueños altruistas, mellaba su alma de guerrero
constructor de la utopía humanista. “Hemos ensayado todos los principios y
todos los sistemas y, sin embargo, ninguno ha cuajado, como dicen”, comentaba
autocrítico y quejumbroso en la precitada carta del 5 de julio a Urdaneta.
Y de
ese mismo tema, amargo e inexorable, conversaba El Libertador con el Coronel
Patricio Campbell en aquella carta del caluroso 5 de agosto en Guayaquil,
cuando nos legó la más exacta predicción antiimperialista de la que los gringos
no se pueden evadir por los dos siglos de constataciones irrebatibles en la
historia contemporánea y que se reafirma en cada zarpazo contra nuestros
pueblos: “…y qué no harán los Estados Unidos que parecen destinados por la
providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad”.
Es que
a Bolívar, ni la tristeza ni la rabia, podían sacarlo de su estado natural de ser
genio. Duélale a quién le duela.
Yldefonso
Finol
Bolivariano
y punto.
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