Fray Pedro de Córdoba y Fray Antonio
Montesino un 21 de diciembre de 1511: la larga lucha por los Derechos Humanos
de los pueblos originarios
Introducción
Concepto presto a polémica este de los Derechos
Humanos. Derechos naturales, derechos del hombre y el ciudadano, derechos de la
dignidad de la persona, derechos fundamentales, derechos subjetivos, derechos
positivos, aluden a definiciones diversas de un mismo concepto. Por otro lado,
universalidad, imprescriptibilidad, indivisibilidad, intangibilidad,
inalienabilidad, moralidad, absolutidad, son las exigencias conceptuales de un
modelo realmente complejo y difuso.
Los Derechos Humanos son una aspiración y una
construcción histórica. ¿Un sueño? Es posible. Toda obra comienza en la
imaginación. La realidad se encarga de las dificultades. ¿Tiene viabilidad el
discurso de los Derechos humanos en el mundo actual? Mil trescientos millones
de personas tienen que vivir hoy con menos de un dólar diario. La pobreza
extrema azota a por lo menos ochenta países sobre la tierra. Cientos de
millones carecen de agua. Una transnacional ostenta más presupuesto que varios
países. Una única potencia mundial impone su estilo de vida a sangre y fuego.
La globalización neoliberal es el imperialismo en su fase más feroz. La
necesidad de seguridad del gran capital está por encima de cualquier otra
consideración. Las naciones dependientes se bambolean permanentemente en la
mayor inestabilidad política y social. La educación vive una crisis mundial. La
pérdida de valores es la rendición de la ética ante la ambición.
¿Tiene sentido filosofar sobre Derechos
Humanos? ¿Martín Luter King, Rigoberta Menchú, Chico Méndez,
teorizaron sobre derechos?. Sin embargo, es tarea del intelectual contribuir al
esclarecimiento de las dudas conceptuales y participar, desde la perspectiva de
su compromiso, en la justificación sustantiva y el fundamento verbal de una
práctica que a todas luces es necesaria.
La acepción más común de Derechos Humanos
pertenece a lo contemporáneo, aunque el proceso de su construcción es
añejo. Su prestigio legitimador de
realidades políticas le viene, de alguna forma, de haber sustituido las
posturas netamente ideológicas, ó, más exactamente, en términos matemáticos, de
haberse convertido en el punto de intersección de las ideologías. Con el
discurso de los Derechos Humanos se invade un país y se cometen todo tipo de
atropellos a la dignidad de las personas y de los pueblos. Las dos caras de los
Derechos Humanos. ¿Pero quién se negaría hoy día a cuestionar que la gente
tiene derechos? La multiculturalidad, tan propia de la humanidad, hace que se
den diferentes interpretaciones de estos Derechos. El derecho a la vida convive
con la pena de muerte en países con diferentes sistemas políticos y diferentes
religiones. Siempre cuentan los intereses.
Pero, es innegable la raíz cristiana de esta
generalizada visión de los derechos. La concepción de un humano universal con
la misma esencia, dotado de alma racional, que como tal es merecedor de un
trato digno, porque es un igual, viene del cristianismo. Las sociedades en las
que se producen los hechos históricos que marcan el advenimiento de los
Derechos Humanos, aún no siendo sociedades democráticas, les era común la
influencia cristiana. No quiere decir que todo otro aporte sea nulo, no. Sin
duda, desde posiciones revolucionarias no necesariamente cristianas se ha hecho
mucho por la construcción de sociedades más justas, libres e igualitarias. Lo
que queremos establecer es que en el fondo de la conciencia colectiva sobre los
derechos, está latente el evangelio social contenido en aquel amaos los unos
a los otros....
Precisamente una experiencia de radicalidad
cristiana es la que comentaremos a continuación. En ella vemos los antecedentes
más remotos del tema de los derechos en el continente americano. Su repercusión
en el desarrollo del pensamiento europeo y, particularmente, en la construcción de las bases conceptuales
que sustentan la teoría de los derechos, no ha sido estudiada. Pero una
historia de los Derechos Humanos sin ese capítulo, estaría truncada de sus
verdaderas raíces.
El Momento Precursor
El sermón pronunciado por fray Antonio
Montesino durante la misa del cuarto domingo de Adviento el 21 de diciembre de
1511 en Santo Domingo, constituye el primer hito de la lucha por los Derechos
Humanos en América. La llegada de los frailes de la Orden de Predicadores en
septiembre de 1510 a la isla, entonces llamada La Española, hoy
República Dominicana y Haití, dio lugar al primero y más trascendental
enfrentamiento en el seno de las fuerzas conquistadoras, desde el punto de
vista ideológico. Debate sin precedentes donde quedaba cuestionada la presencia
misma de los españoles en “las Indias”, y que tuvo además un impacto
fundamental en el desarrollo del pensamiento español y europeo del siglo XVI.
Constatada la gravísima situación que
vivían los originales habitantes del “Nuevo Mundo” o “Indias”, como
genéricamente denominaban a las tierras halladas por Colón, y escuchadas las
historias que eran vox pópuli en la isla sobre la reciente destrucción, por
parte de las armas invasoras que comandaba Nicolás de Ovando, de los cinco
cacicatos en que se organizaba la sociedad indígena tahína, este primer grupo
de dominicos se ve obligado a tomar partido en defensa del derecho a la vida y
a la libertad de los “indios”.
“Decid, ¿con qué derecho y con qué
justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué
autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en
sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y
estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y
fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los
excesivos trabajos que les dais, incurren y se os mueren, y por mejor decir,
los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien
los adoctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean bautizados, oigan misa,
guarden las fiestas y domingos?.....¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas
racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan
letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado que estáis no podéis más
salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo”.(1)
Más allá del anecdotario desatado a
partir de la versión que de los hechos dieran los presentes en aquel histórico
acto y, muy particularmente, uno que no estuvo en el templo ese día, pero que
ha resultado ser el mejor testigo para la historia, como lo ha sido Bartolomé
de Las Casas, el mismo que luego dio los frutos más jugosos y efectivos de esa
lucha original; queda para la indagación y reflexión científica, lo
concerniente a ciertos asuntos claves:
1)
Tal sería de inhumano el trato que daban los conquistadores a la
población indígena, que llevó, en menos de un año, a los frailes dominicos a
tomar una actitud militante en su defensa, al punto de enfrentarse a las
propias autoridades reales en La Española. 2) ¿Tenían los Predicadores
un plan preconcebido antes de marchar al Nuevo Mundo, fundado en la
convicción de que todo hombre al nacer es libre e igual a los demás sin
distingos de condición social o de sus creencias religiosas?. 3) ¿Ponían en
duda los de la Orden de Santo Domingo de Guzmán la capacidad del Papa para dar
en donación las tierras descubiertas al reino de Castilla?.
En todo caso, sea cual fuere la solución
o interpretación que se le dé a estos tres planteamientos, y que no
alcanzaremos resolver en este modesto artículo, el contenido del Sermón de
Adviento pronunciado por Montesino, y suscrito por todos los miembros de la
Orden bajo la conducción de Pedro de Córdoba, sienta las bases de lo que
habría de convertirse en el debate fundamental de la época, con repercusiones
incuestionables en la elaboración de las doctrinas de Francisco de Vitoria con
su arsenal de cimientos del Derecho Internacional, de la llamada Escuela de
Salamanca y todo el bagaje del yusnaturalismo clásico español, así como en
otras tantas aportaciones al pensamiento europeo de aquel momento y los tiempos
que le sucedieron.
En el fondo de estas turbias aguas, se
trataba de definir con suma claridad, en primer lugar, la condición humana de
los aborígenes americanos y su estatus jurídico-político, y, como consecuencia
de ello, la razón o sinrazón de las guerras de conquista que se llevaron a cabo
para esclavizarlos y arrebatarles sus territorios. ¿Estos no son hombres?
¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarles como a vosotros
mismos?. Es el clamor que desde el púlpito empuja a estos hombres de fe a
optar por una medida ciertamente desesperada, colocándose en la acera de
enfrente de los señores que detentaban el poder, que a partir de ese tremendo
desafío, los convertirían en blanco de sus ataques. Para el conquistador in
situ, el indio sólo representaba un imprescindible instrumento de trabajo a sus
fines últimos de enriquecimiento. El instaurado régimen de repartimientos y
encomiendas, de esclavitud disfrazada, al encontrar natural resistencia en los
aborígenes, exige la dominación forzosa. ¿Con qué autoridad habéis hecho tan
detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y
pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos,
habéis consumido?. El pretendido “derecho aristotélico” de dominación de
los pueblos inferiores y atrasados, subyacente en todas las guerras de
conquista emprendidas por los imperios occidentales de entonces, quedaba
abiertamente cuestionado con el discurso militante de los dominicos que, además
de haber escuchado de los sobreviviente de las campañas militares anteriores a
1510 en La Española, las barbaridades cometidas por los conquistadores, veían a
diario la explotación extrema a que eran sometidos los indígenas en las minas,
faenas agrícolas y todo tipo de trabajos pesados, las más de las veces, en
condiciones degradantes.
Ponerse en el pellejo de aquellos prohombres
que se atrevieron a levantar la voz que clama en el desierto, no en un
ejercicio metafísico o de un romántico elucubrar, sino en la actitud de los que
queremos aprender de la historia sus lecciones, no nos puede conducir a otra
experiencia que no sea la admiración por su valentía y fecundidad. Retar en su
propia cara a la máxima autoridad terrenal de aquellos predios, el virrey Diego
Colón, y a todos los hombres de armas y gobierno de las islas bajo su mando,
con la única arma de que disponían los dominicos de 1511 que era la razón de su
fe, constituye de por sí un acto de tal heroicidad, que no podemos menos que
intentar valorarlo históricamente.
Pero si ello no bastara para comprender
en aquel suceso su carácter pionero y su poder desencadenante de una Nueva
Humanidad, llamaríamos entonces a continuar tras los pasos que inmediatamente
emprendieron los precursores de los Derechos Humanos en América, en los que
queda explícitamente definida su aportación al proceso de surgimiento de un
discurso y una acción en la defensa de los derechos del género humano.
Después de aquel primer grito de
justicia, a todas luces revolucionario, las andanzas de los dominicos de La
Española estuvieron marcadas por enormes esfuerzos siempre rayanos en el
sacrificio extremo. La esperada reacción represiva del virrey, los funcionarios
y los religiosos adeptos a las prácticas oficiales, que veían en la postura de
los dominicos a un enemigo aún más peligroso que la propia resistencia indígena
-prácticamente ya doblegada por la superioridad bélica y las artimañas del
invasor- se activó de forma inmediata. Abandonar sus asientos en la iglesia
principal de Santo Domingo y acudir a la choza que servía de convento a los
frailes ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Que se retractaran les exigieron.
Más la firmeza de la decisión tomada fue un muro inexpugnable ante el cual
hubieron de tropezarse, en la serena pero convencida voz del joven prior Pedro
de Córdoba, que apenas contaba 29 años. El siguiente domingo que coincidía con
el de los Santos Inocentes, el mismo predicador incisivo que siete días antes
les recriminó, señalándoles el camino de perdición por el que transitaban por
la opresión en que mantenían a “sus iguales”, reiteró una a una las graves
denuncias y advertencias formuladas en el sermón anterior.
El siguiente paso fue enviar a las
Cortes los respectivos emisarios. Los funcionarios y encomenderos, que es lo
mismo decir, enviaron al franciscano Alonso de Espinal, con la prisa, altas
recomendaciones y abundantes recursos, que la gravedad de los hechos imponía.
Los dominicos, tras reunir las escasas limosnas que los más escasos y pobres
fieles les concedieron, encargaron su alegación al tenaz y bien formado
discípulo del convento de San Esteban de Salamanca, fray Antonio Montesino.
Consecuencias de la lucha
dominica iniciada en 1510.
Construir una historia de los Derechos
Humanos debe llevarnos mucho más allá de la simple enunciación de las Declaraciones
que, en sucesivas contingencias históricas, realizaron los poderes emergentes
en sus procesos de consolidación como poderes constituidos. Porque una historia
de los Derechos Humanos tiene que apuntar al descubrimiento de las más
profundas raíces que inspiraron, no sólo declaraciones y normas
que alimentan la positivación de esos derechos, si no también, y con mucha más
razón, las luchas concretas que las precedieron e hicieron posibles. Porque la
historia de los Derechos Humanos es la historia de la lucha por los derechos.
Partiendo de considerar a los Derechos
Humanos como el proceso de la utopía por la justicia colectiva, es decir, la
lucha constante que los grupos más o menos organizados e individualidades
sensibilizados ante determinados maltratos e iniquidades, dan en cada época por
conquistar estadios de vida acordes con la dignidad humana, tenemos entonces
que asumir como premisa consecuente, que lo que hoy damos en llamar
genéricamente Derechos Humanos, es el resultado de un proceso histórico en el
que un conjunto de reivindicaciones y valores ligados esencialmente a la condición
humana como la justicia, la libertad, la solidaridad, la vida, la convivencia,
son el paradigma que guía la construcción del viejo sueño de la igualdad.
Desde diferentes y a veces
contradictorias perspectivas de compromiso, religiosas, políticas, étnicas,
culturales, ideológicas, los hombres y mujeres de diferentes épocas han
contribuido a la generación del compendio de cláusulas que actualmente
conocemos como Derechos Humanos, y que siguen enriqueciéndose de las nuevas
realidades.
Pero, no sólo esas luchas, libradas en
tan disímiles terrenos que van desde el etéreo –que no vago- debate filosófico
hasta el sangriento campo de batalla, han constituido el antecedente original
de la aceptación por parte de los poderes constituidos de esos derechos reclamados.
¿O es que acaso ha bastado la simple Declaración para que esos derechos
se hagan realidad? ¿Significó, por ejemplo, la siempre citada Declaración de
Independencia de los Estados Unidos, para los estadounidenses de origen
africano, el goce de ciertos derechos inalienables como la vida, la
libertad y la búsqueda de la felicidad? ¿Lo significó para los propios
pueblos autóctonos del norte de América, legítimos dueños de aquellos ricos
territorios, hoy casi exterminados por los rifles del “puritanismo” anglosajón?
Las primeras dos décadas de presencia
española en el Nuevo Mundo estuvieron circunscritas al espacio insular
del Mar Caribe. (Siempre, para invocar el espíritu de la inquietud por la
verdad histórica, hay que dejar en el aire la pregunta de ¿por qué en estas
islas no quedaron sobrevivientes de aquellos originarios pueblos indígenas?).
En ese paisaje exuberante que sedujo de pleno y perenne verdor a los recién
llegados, se produjeron las más terribles masacres que hasta entonces conociera
el género humano.
Términos como catástrofe demográfica
o colapso demográfico, acuñados de manera particular en la magnífica
obra de Gustavo Gutiérrez En busca de los pobres de Jesucristo, no hacen
si no, tratar de ilustrar dentro de las humanas posibilidades del lenguaje, la
vertiginosa desaparición de los originarios habitantes caribeños. “Según los
historiadores hay datos confiables para decir que hacia 1510 había de 20.000 a
30.000 indios en La Española. Los cálculos sobre la población taína original
varían naturalmente, los primeros misioneros dominicos hablaban de 2.000.000;
Las Casas (basándose en una apreciación de Colón) de 3.000.000..... la célebre
escuela de Berkeley la estima en 8.000.000 ... y, hacia 1540 no había más de
300 indígenas en La Española”. (2) Ello, sin contar que, muchos
pobladores de las islas vecinas, llamadas “inútiles”, desde 1508 eran llevados
por la fuerza a “trabajar” en La Española.
Fue ésta la inexorable consecuencia de
la conjunción de diversas causas que actuando simultáneamente y en forma
combinada potenciaron al máximo su terrible poder destructor. Gutiérrez
menciona cuatro, a saber: “la desnutrición y el cambio del régimen
alimentario, la presencia de enfermedades (viruela, sarampión, tifus, gripe, y
otras) que no encontraban inmunizada a la población indígena, las guerras de
conquista y el trabajo forzado” (3). Habría que agregar dos mas,
relacionadas con todo el entramado del sistema de opresión instaurado por los
conquistadores, y cuyos efectos en la caída de la población tienen sus
manifestaciones específicas. En primer lugar y como resultado de esas guerras
de conquista, la esclavización del indígena, que en muchas ocasiones implicó la
extracción de grandes grupos de personas de su lugar de residencia para ser
trasladados forzosamente a las minas o a los mercados de esclavos. Y, en
segundo lugar, la ruptura violenta y traumática del núcleo familiar, con la
separación de los padres y de los hijos, de las mujeres y varones, que generó
una abrupta disminución de las tasas de natalidad entre la población autóctona.
Le tocaría a una historia de la sicología social, el estudio de lo que ya en
aquellos tiempos, los primeros dominicos de América y Las Casas en particular,
identificaron como el desgano y desapego por la vida misma, que la
perplejidad, decepción y tristeza generalizada del indio ante los increíbles
maltratos de que era víctima, provocaron.
La primera concreción formal de la lucha
dominica, devino de las gestiones que fray Antonio Montesino, a duras penas,
logró realizar ante el Rey en aquel histórico primer viaje redentor. Fueron las
Leyes de Burgos de 1512. Tras escuchar el testimonio y argumentos del luchador
fraile, el Rey Fernando convoca a miembros del Consejo Real, y a connotados
juristas y teólogos, a discutir la situación planteada. Montesino, que no tiene
acceso al seno de la reunión, tiene que convencer de sus alegaciones al
mismísimo fray Alonso de Espinal, emisario del virrey y los encomenderos.
Prácticamente se trató de una difícil negociación en la que ambos hubieron de
ceder parte de sus pretensiones. Sin embargo, si bien las Leyes de Burgos no
recogieron el planteamiento fundamental de los dominicos de La Española,
cual era ponerle fin a los repartimientos y encomiendas, éstas introdujeron un
conjunto de ordenanzas reguladoras del gobierno que, al definir el trato que
los españoles debían darle a los indígenas, reconocían legalmente los derechos
subjetivos de los mismos. Es el momento que algunos historiadores y filósofos
del derecho señalan como el comienzo del derecho hispano-indiano o la génesis
legislativa del Nuevo Mundo.
El “buen trato” al indio, contenido en
las conclusiones firmadas en Burgos el 27 de diciembre de 1512, venía a tratar
de suavizar una cruenta realidad que en la metrópoli conocieron por la denuncia
y diligencias de los dominicos de La Española, y son ellos los
responsables del surgimiento de ese compendio de normas que dieron en llamar el
derecho hispano-indiano. Más, son precisamente Montesino y Pedro de Córdoba,
quienes desde el primer momento ven la inutilidad de las novísimas normas. Este
último, avisado por su emisario Montesino sobre cómo marchaban las cosas en
España, apresuró su paso en venir personalmente a entregarle sus pareceres al
Rey. Ya en enero de 1513, a escasas semanas de dársele el ejecútese a las Leyes
de Burgos, el joven superior de los dominicos de La Española, está en España en
busca de una entrevista con su Soberano, a quien antes del mes de julio le
manifiesta su decepción por la ineficacia e inutilidad de unas leyes que no
abolieron los repartimientos de indios en encomiendas, y por
tanto, dejaban las cosas como estaban o peor que como estaban.
A los reparos hechos por Pedro de
Córdoba, el rey respondió convocando de nuevo una junta para que redactara unos
pareceres complementarios, que se hicieron leyes en 28 de julio de 1513.
De los cinco pareceres redactados, el rey sancionó cuatro, dejando de lado
aquel por el cual los letrados dejaban abierta la posibilidad de que los
servicios que los indios debían prestar al monarca, pudiesen ser dados por
cierto tiempo a los privados. Pero a los dominicos de La Española no les
bastaban las normas sobre el “buen trato”, y una vez más, hubieron de quedar
decepcionados y proseguir una lucha que habría de durar lo que de vida les quedaba.
Por entonces, fue que a Pedro de
Córdoba, se le ocurrió la idea de llevar a cabo una evangelización pacífica en
tierras no ocupadas aún por españoles, y surgió aquel primer intento en la
Costa de las Perlas, en el oriente de Venezuela, con el conocido desenlace
fatal por la muerte de los primeros mártires de esta dura y primera batalla por
los derechos humanos en continente americano: fray Francisco de Córdoba y Juan
Garcés. Lista de mártires que engrosarían muchos como aquel fray Antonio
Valdivieso, obispo de Managua, muerto a manos del propio gobernador español en
su templo en 1545, cuya historia tiene un parecido estremecedor con la del
célebre defensor de los pobres de El Salvador, Oscar Arnulfo Romero.
Así, se fueron sucediendo un conjunto de
hechos que dan testimonio de la acción dominica en defensa del Hombre durante
la conquista de América. Supresión de los repartimientos y encomiendas en las
Instrucciones dadas a Diego Velásquez en 1518 para la incursión sobre
territorio cubano. Lo instruido a Hernán Cortés el 23 de junio de 1523. Las
Ordenanzas de Granada de 1526, en cuyo prólogo, se resume el discurso creado
por los dominicos de La Española: “Nos somos informados, y es
notorio, que por la desordenada codicia de algunos de nuestros súbditos que
pasaron a las nuestras Indias, islas y tierra firme del mar Océano, y por el
mal tratamiento que hicieron a los indios naturales de las dichas islas y
tierra firme del mar Océano, así en los grandes y excesivos trabajos que les
daban, teniéndolos en las minas para sacar oro y en las pesquerías de las
perlas y en otras labores y granjerías, haciéndoles trabajar excesiva e
inmoderadamente, no les dando el vestir ni el mantenimiento que les era
necesario para sustentación de sus vidas, tratándoles con crueldad y desamor,
mucho peor que si fueran esclavos, lo cual todo ha sido y fue causa de la
muerte de gran número de los dichos indios, en tanta cantidad que muchas de las
islas y parte de tierra firme quedaron yertas y sin población alguna de los
dichos indios naturales de ellas, y de que otros huyesen y se ausentasen de sus
propias tierras y naturaleza y se fuesen a los montes y a otros lugares para
salvar sus vidas y salir de la dicha sujeción y mal tratamiento...” (4)
Pasando por la simbólica institución en
1516 del Protector de los Indios, y por la creación en 1524 del Consejo
Real y Supremo de Las Indias, todavía en 1542, cuando son sancionadas en
Barcelona el 20 de noviembre, las llamadas Leyes Nuevas, la “negligencia
y descuido” en la aplicación de las disposiciones reales por parte de las
autoridades españolas en América, y la “desordenada codicia” que mueve a los
conquistadores, harían menos que letra muerta el compendio de Leyes y
Cédulas Reales, que, por iniciativa tenaz de los frailes dominicanos y sus
seguidores en otros lugares y en otras órdenes religiosas, se dictaron a favor
del derecho a la vida, a la libertad y la dignidad de los originales habitantes
del Nuevo Mundo.
Tras los pasos de los Precursores de
los Derechos Humanos en América.
Se comete un grave error histórico al
cifrar el inicio de los Derechos Humanos en la Declaración de Independencia de
los Estados Unidos. Como hemos afirmado, todavía la generación de los setenta
del siglo pasado en ese país, luchaba por los derechos civiles de los
descendientes africanos y poquísimos sobrevivientes indígenas de aquella
poderosa república que, aún en nuestros días, aplica la pena de muerte y con
evidentes signos discriminatorios hacia los no estadounidenses blancos.
No pretendemos negar los aportes que tal proceso haya hecho hacia la denominada
positivación de los derechos. Más, nos preguntamos, ¿ los numerosísimos
documentos oficiales, Cédulas Reales y Leyes, dictados a propósito de la lucha
dominica a favor de los derechos en América, qué son entonces? ¿ acaso no
constituyen el resultado de una lucha por los derechos traducida en legislación
vinculante? ¿no se obligaban las autoridades españolas a respetar la vida y la
dignidad de los indígenas en tanto seres humanos con ánimas racionales*
como obligados debían estarlo para con los indígenas y afroamericanos del
norte, los gobernantes estadounidenses?
Al establecer 1776 como hito del
surgimiento de una era de derechos, se desprecian casi tres siglos de
historia hispanoamericana para favorecer una concepción liberal anglosajona,
que por estos días ha mostrado su verdadera faz en cuanto al respeto de esos
derechos que pregona.
Por supuesto que, los Derechos Humanos,
tal como se conciben actualmente, con sus ineludibles y aún utópicos principios
de universalidad e indivisibilidad, no
se habían formado en los umbrales del siglo XVI como tampoco a finales del
XVIII, pero en su esencia ética, las raíces de los mismos las podemos
encontrar, al menos en tierras americanas, en el original pensamiento y pionera
acción de los frailes de la Orden de Predicadores que llegaron a Santo Domingo
en septiembre de 1510.
Los históricos sermones de
Montesino, los domingos 21 y 28 de diciembre de 1511, y las sucesivas gestiones
de éste y de fray Pedro de Córdoba, son sólo el comienzo de una labor
infatigable que continuaron muchos otros, en particular, uno que de tanto andar
se hizo leyenda: Bartolomé de Las Casas.
La vida y obra de este sevillano
empedernido, merece mención aparte y como se sabe, ha sido objeto de una
prolija investigación y producción literaria, no exentas de apasionamientos y
prejuicios. Y no podía ser de otra forma, porque las increíbles energías
desplegadas por éste en sus andanzas justicieras, fueron de tal magnitud, que
difícilmente quien se aproximara a ellas, en cualquier tiempo y lugar, podría
evadirse de su telúrica fuerza de gravedad. Un hombre que a los treinta
años renuncia voluntaria e irrevocablemente a una inmensa fortuna acumulada en
sus encomiendas indianas de oro y granjerías, que su amigo el gobernador de
Cuba, Diego Velásquez calificó como envidiables por cualquier caballero
castellano, para dedicarse de por vida, a la lucha por la abolición de la
conquista y las encomiendas. Que atravesó diez veces el nada pacífico océano
Atlántico, no en los cómodos y modernos vuelos de hoy, si no, en las muy
vulnerables embarcaciones de madera que como aquella Rábida de la
primera expedición de Nicolás de Ovando cuando el mozo Las Casas fue por vez
primera a América, naufragó antes de llegar a costas canarias. Ese Las Casas
que escribió decenas de miles de folios sin bolígrafo ni máquina de escribir,
ni mucho menos un ordenador, para defender los derechos humanos, que recorrió
islas caribeñas y nuevo continente sin yates ni automóviles, que rectificó
de tal manera su error sobre la esclavización de los africanos que llegó
a ser el primero en enfrentar públicamente la esclavitud; que todo lo que hizo
fue siempre pensando en salvar el alma de su amada patria española, en fiel
servicio de su pueblo, sus monarcas y su fe, no puede, evidentemente, pasar
desapercibido. Un Las Casas que ejerció por lo menos diez y siete oficios:
desde ayudante de la tahona familiar, monaguillo, soldado, clérigo,
encomendero, minero, productor agrícola, cronista, naturalista, jurista,
litigante, propagandista, fraile, hasta tratadista, obispo, consejero e
historiador, y que, en las Juntas de Valladolid de 1550-1551, como polemista
formidable, venció con sus ya doctos y maduros argumentos al tristemente
célebre Juan Ginés de Sepúlveda, el influyente eclesiástico afecto a las
guerras de conquista, que entre otras importantes posiciones, hizo de cronista
de Carlos V.
En fin, que no se entiende cómo algunos
que se dicen pertenecer a las nuevas generaciones de historiadores interesados
en el tema americano, se las arreglan para soslayar a Las Casas; y como, los teóricos
de los Derechos Humanos, ni saben quién fue. Él también es consecuencia de la
lucha de los primeros dominicos de La Española. En parte se le debe que hoy
sobrevivan los descendientes de aquellos indios, y aún no ha sido
canonizado.
Total que, datos más o datos menos,
datos que en el peor de los casos nos motivan a profundizar en una época más
manoseada que conocida y más cacareada que interpretada, traducen acontecimientos
históricos que signaron irremisiblemente la vida de pueblos y naciones
aparentemente condenados a hundirse en la arena movediza del subdesarrollo,
atraso, pobreza, inestabilidad y riesgo latente de violencia política como
expresión de la violencia social que subyace en el sistema imperante.
La historia de los Derechos Humanos es
la Historia de la lucha del género humano por la igualdad. ¿No sois
obligados a amarles como a vosotros mismos?. La perspectiva desde la cual
se emprenda esa lucha tiene el peso de la razón raigal. Pero el camino por el
que se transita y el horizonte que se anhela, se amalgaman monolíticamente en
la utopía de un mundo mejor. La solidaridad, la palabra más cristiana, ese
sentimiento que nos mueve a no ser felices mientras otros no lo son, ha tenido
en figuras como Gandhi y Mandela, y en muchos otros revolucionarios portadores
de esa esencia, intérpretes activos de la utopía, como los millones de almas
que se movilizaron en días recientes por la paz y los tercos defensores del
ambiente y las valientes defensoras de la no discriminación de género. Son los
constructores del verdadero Estado de Derechos, al que casi siempre se opone,
con rabiosa prepotencia el Status Quo. La razón ha de andar de la mano con la
ética, con el sentido de justicia, con la utopía de la igualdad. No puede ser
de otra manera.
Yldefonso Finol Ocando
Salamanca Julio 2003
Citas Bibliográficas
-
(1) Bartolomé
de Las Casas: “Historia de Las Indias”, Tomo III. Biblioteca Ayacucho. Caracas,
1986. Pags. 13-14.
-
(2) Gustavo
Gutiérrez: “En busca de los pobres de Jesucristo”, Ed. Sígueme. Salamanca,
1993. Pag. 653.
-
(3) Gustavo
Gutiérrez: Ob. Cit., pag. 654.
-
(4) Isacio
Pérez Fernández: “El Derecho Hispano-Indiano”, Ed. San Esteban, Salamanca,
2001. Pag.103.
Bibliografía
consultada
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María Eugenia Corvalán: “El
pensamiento indígena en Europa”, Planeta, Bogotá 1999.
-
Ignacio Ara Pinilla: “Las
transformaciones de los derechos humanos”, Tecnos, Madrid 1990.
-
Norberto Bobbio: “El tiempo de
los derechos”, Sistema, Madrid 1994.
-
Rafael Fernández Heres:
“Conquista espiritual de tierra firme”, Biblioteca de la Academia Nacional de
la Historia, Caracas 1999.
-
Antonio Osuna Fernández-Largo:
“Teoría de los derechos humanos”, Ed. San Esteban-Edibesa, Salamanca 2001.
-
Isacio Pérez Fernández: “Fray
Bartolomé de Las Casas, O.P. de defensor de los indios a defensor de los
negros”, Ed. San Esteban, Salamanca 1995.
-
Antonio Enrique Pérez Luño:
“La polémica sobre el Nuevo Mundo”, Ed. Trotta, 2a edición, Madrid
1995.
: la larga lucha por los Derechos Humanos
de los pueblos originarios
Introducción
Concepto presto a polémica este de los Derechos
Humanos. Derechos naturales, derechos del hombre y el ciudadano, derechos de la
dignidad de la persona, derechos fundamentales, derechos subjetivos, derechos
positivos, aluden a definiciones diversas de un mismo concepto. Por otro lado,
universalidad, imprescriptibilidad, indivisibilidad, intangibilidad,
inalienabilidad, moralidad, absolutidad, son las exigencias conceptuales de un
modelo realmente complejo y difuso.
Los Derechos Humanos son una aspiración y una
construcción histórica. ¿Un sueño? Es posible. Toda obra comienza en la
imaginación. La realidad se encarga de las dificultades. ¿Tiene viabilidad el
discurso de los Derechos humanos en el mundo actual? Mil trescientos millones
de personas tienen que vivir hoy con menos de un dólar diario. La pobreza
extrema azota a por lo menos ochenta países sobre la tierra. Cientos de
millones carecen de agua. Una transnacional ostenta más presupuesto que varios
países. Una única potencia mundial impone su estilo de vida a sangre y fuego.
La globalización neoliberal es el imperialismo en su fase más feroz. La
necesidad de seguridad del gran capital está por encima de cualquier otra
consideración. Las naciones dependientes se bambolean permanentemente en la
mayor inestabilidad política y social. La educación vive una crisis mundial. La
pérdida de valores es la rendición de la ética ante la ambición.
¿Tiene sentido filosofar sobre Derechos
Humanos? ¿Martín Luter King, Rigoberta Menchú, Chico Méndez,
teorizaron sobre derechos?. Sin embargo, es tarea del intelectual contribuir al
esclarecimiento de las dudas conceptuales y participar, desde la perspectiva de
su compromiso, en la justificación sustantiva y el fundamento verbal de una
práctica que a todas luces es necesaria.
La acepción más común de Derechos Humanos
pertenece a lo contemporáneo, aunque el proceso de su construcción es
añejo. Su prestigio legitimador de
realidades políticas le viene, de alguna forma, de haber sustituido las
posturas netamente ideológicas, ó, más exactamente, en términos matemáticos, de
haberse convertido en el punto de intersección de las ideologías. Con el
discurso de los Derechos Humanos se invade un país y se cometen todo tipo de
atropellos a la dignidad de las personas y de los pueblos. Las dos caras de los
Derechos Humanos. ¿Pero quién se negaría hoy día a cuestionar que la gente
tiene derechos? La multiculturalidad, tan propia de la humanidad, hace que se
den diferentes interpretaciones de estos Derechos. El derecho a la vida convive
con la pena de muerte en países con diferentes sistemas políticos y diferentes
religiones. Siempre cuentan los intereses.
Pero, es innegable la raíz cristiana de esta
generalizada visión de los derechos. La concepción de un humano universal con
la misma esencia, dotado de alma racional, que como tal es merecedor de un
trato digno, porque es un igual, viene del cristianismo. Las sociedades en las
que se producen los hechos históricos que marcan el advenimiento de los
Derechos Humanos, aún no siendo sociedades democráticas, les era común la
influencia cristiana. No quiere decir que todo otro aporte sea nulo, no. Sin
duda, desde posiciones revolucionarias no necesariamente cristianas se ha hecho
mucho por la construcción de sociedades más justas, libres e igualitarias. Lo
que queremos establecer es que en el fondo de la conciencia colectiva sobre los
derechos, está latente el evangelio social contenido en aquel amaos los unos
a los otros....
Precisamente una experiencia de radicalidad
cristiana es la que comentaremos a continuación. En ella vemos los antecedentes
más remotos del tema de los derechos en el continente americano. Su repercusión
en el desarrollo del pensamiento europeo y, particularmente, en la construcción de las bases conceptuales
que sustentan la teoría de los derechos, no ha sido estudiada. Pero una
historia de los Derechos Humanos sin ese capítulo, estaría truncada de sus
verdaderas raíces.
El Momento Precursor
El sermón pronunciado por fray Antonio
Montesino durante la misa del cuarto domingo de Adviento el 21 de diciembre de
1511 en Santo Domingo, constituye el primer hito de la lucha por los Derechos
Humanos en América. La llegada de los frailes de la Orden de Predicadores en
septiembre de 1510 a la isla, entonces llamada La Española, hoy
República Dominicana y Haití, dio lugar al primero y más trascendental
enfrentamiento en el seno de las fuerzas conquistadoras, desde el punto de
vista ideológico. Debate sin precedentes donde quedaba cuestionada la presencia
misma de los españoles en “las Indias”, y que tuvo además un impacto
fundamental en el desarrollo del pensamiento español y europeo del siglo XVI.
Constatada la gravísima situación que
vivían los originales habitantes del “Nuevo Mundo” o “Indias”, como
genéricamente denominaban a las tierras halladas por Colón, y escuchadas las
historias que eran vox pópuli en la isla sobre la reciente destrucción, por
parte de las armas invasoras que comandaba Nicolás de Ovando, de los cinco
cacicatos en que se organizaba la sociedad indígena tahína, este primer grupo
de dominicos se ve obligado a tomar partido en defensa del derecho a la vida y
a la libertad de los “indios”.
“Decid, ¿con qué derecho y con qué
justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué
autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en
sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y
estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y
fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los
excesivos trabajos que les dais, incurren y se os mueren, y por mejor decir,
los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien
los adoctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean bautizados, oigan misa,
guarden las fiestas y domingos?.....¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas
racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan
letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado que estáis no podéis más
salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo”.(1)
Más allá del anecdotario desatado a
partir de la versión que de los hechos dieran los presentes en aquel histórico
acto y, muy particularmente, uno que no estuvo en el templo ese día, pero que
ha resultado ser el mejor testigo para la historia, como lo ha sido Bartolomé
de Las Casas, el mismo que luego dio los frutos más jugosos y efectivos de esa
lucha original; queda para la indagación y reflexión científica, lo
concerniente a ciertos asuntos claves:
1)
Tal sería de inhumano el trato que daban los conquistadores a la
población indígena, que llevó, en menos de un año, a los frailes dominicos a
tomar una actitud militante en su defensa, al punto de enfrentarse a las
propias autoridades reales en La Española. 2) ¿Tenían los Predicadores
un plan preconcebido antes de marchar al Nuevo Mundo, fundado en la
convicción de que todo hombre al nacer es libre e igual a los demás sin
distingos de condición social o de sus creencias religiosas?. 3) ¿Ponían en
duda los de la Orden de Santo Domingo de Guzmán la capacidad del Papa para dar
en donación las tierras descubiertas al reino de Castilla?.
En todo caso, sea cual fuere la solución
o interpretación que se le dé a estos tres planteamientos, y que no
alcanzaremos resolver en este modesto artículo, el contenido del Sermón de
Adviento pronunciado por Montesino, y suscrito por todos los miembros de la
Orden bajo la conducción de Pedro de Córdoba, sienta las bases de lo que
habría de convertirse en el debate fundamental de la época, con repercusiones
incuestionables en la elaboración de las doctrinas de Francisco de Vitoria con
su arsenal de cimientos del Derecho Internacional, de la llamada Escuela de
Salamanca y todo el bagaje del yusnaturalismo clásico español, así como en
otras tantas aportaciones al pensamiento europeo de aquel momento y los tiempos
que le sucedieron.
En el fondo de estas turbias aguas, se
trataba de definir con suma claridad, en primer lugar, la condición humana de
los aborígenes americanos y su estatus jurídico-político, y, como consecuencia
de ello, la razón o sinrazón de las guerras de conquista que se llevaron a cabo
para esclavizarlos y arrebatarles sus territorios. ¿Estos no son hombres?
¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarles como a vosotros
mismos?. Es el clamor que desde el púlpito empuja a estos hombres de fe a
optar por una medida ciertamente desesperada, colocándose en la acera de
enfrente de los señores que detentaban el poder, que a partir de ese tremendo
desafío, los convertirían en blanco de sus ataques. Para el conquistador in
situ, el indio sólo representaba un imprescindible instrumento de trabajo a sus
fines últimos de enriquecimiento. El instaurado régimen de repartimientos y
encomiendas, de esclavitud disfrazada, al encontrar natural resistencia en los
aborígenes, exige la dominación forzosa. ¿Con qué autoridad habéis hecho tan
detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y
pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos,
habéis consumido?. El pretendido “derecho aristotélico” de dominación de
los pueblos inferiores y atrasados, subyacente en todas las guerras de
conquista emprendidas por los imperios occidentales de entonces, quedaba
abiertamente cuestionado con el discurso militante de los dominicos que, además
de haber escuchado de los sobreviviente de las campañas militares anteriores a
1510 en La Española, las barbaridades cometidas por los conquistadores, veían a
diario la explotación extrema a que eran sometidos los indígenas en las minas,
faenas agrícolas y todo tipo de trabajos pesados, las más de las veces, en
condiciones degradantes.
Ponerse en el pellejo de aquellos prohombres
que se atrevieron a levantar la voz que clama en el desierto, no en un
ejercicio metafísico o de un romántico elucubrar, sino en la actitud de los que
queremos aprender de la historia sus lecciones, no nos puede conducir a otra
experiencia que no sea la admiración por su valentía y fecundidad. Retar en su
propia cara a la máxima autoridad terrenal de aquellos predios, el virrey Diego
Colón, y a todos los hombres de armas y gobierno de las islas bajo su mando,
con la única arma de que disponían los dominicos de 1511 que era la razón de su
fe, constituye de por sí un acto de tal heroicidad, que no podemos menos que
intentar valorarlo históricamente.
Pero si ello no bastara para comprender
en aquel suceso su carácter pionero y su poder desencadenante de una Nueva
Humanidad, llamaríamos entonces a continuar tras los pasos que inmediatamente
emprendieron los precursores de los Derechos Humanos en América, en los que
queda explícitamente definida su aportación al proceso de surgimiento de un
discurso y una acción en la defensa de los derechos del género humano.
Después de aquel primer grito de
justicia, a todas luces revolucionario, las andanzas de los dominicos de La
Española estuvieron marcadas por enormes esfuerzos siempre rayanos en el
sacrificio extremo. La esperada reacción represiva del virrey, los funcionarios
y los religiosos adeptos a las prácticas oficiales, que veían en la postura de
los dominicos a un enemigo aún más peligroso que la propia resistencia indígena
-prácticamente ya doblegada por la superioridad bélica y las artimañas del
invasor- se activó de forma inmediata. Abandonar sus asientos en la iglesia
principal de Santo Domingo y acudir a la choza que servía de convento a los
frailes ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Que se retractaran les exigieron.
Más la firmeza de la decisión tomada fue un muro inexpugnable ante el cual
hubieron de tropezarse, en la serena pero convencida voz del joven prior Pedro
de Córdoba, que apenas contaba 29 años. El siguiente domingo que coincidía con
el de los Santos Inocentes, el mismo predicador incisivo que siete días antes
les recriminó, señalándoles el camino de perdición por el que transitaban por
la opresión en que mantenían a “sus iguales”, reiteró una a una las graves
denuncias y advertencias formuladas en el sermón anterior.
El siguiente paso fue enviar a las
Cortes los respectivos emisarios. Los funcionarios y encomenderos, que es lo
mismo decir, enviaron al franciscano Alonso de Espinal, con la prisa, altas
recomendaciones y abundantes recursos, que la gravedad de los hechos imponía.
Los dominicos, tras reunir las escasas limosnas que los más escasos y pobres
fieles les concedieron, encargaron su alegación al tenaz y bien formado
discípulo del convento de San Esteban de Salamanca, fray Antonio Montesino.
Consecuencias de la lucha
dominica iniciada en 1510.
Construir una historia de los Derechos
Humanos debe llevarnos mucho más allá de la simple enunciación de las Declaraciones
que, en sucesivas contingencias históricas, realizaron los poderes emergentes
en sus procesos de consolidación como poderes constituidos. Porque una historia
de los Derechos Humanos tiene que apuntar al descubrimiento de las más
profundas raíces que inspiraron, no sólo declaraciones y normas
que alimentan la positivación de esos derechos, si no también, y con mucha más
razón, las luchas concretas que las precedieron e hicieron posibles. Porque la
historia de los Derechos Humanos es la historia de la lucha por los derechos.
Partiendo de considerar a los Derechos
Humanos como el proceso de la utopía por la justicia colectiva, es decir, la
lucha constante que los grupos más o menos organizados e individualidades
sensibilizados ante determinados maltratos e iniquidades, dan en cada época por
conquistar estadios de vida acordes con la dignidad humana, tenemos entonces
que asumir como premisa consecuente, que lo que hoy damos en llamar
genéricamente Derechos Humanos, es el resultado de un proceso histórico en el
que un conjunto de reivindicaciones y valores ligados esencialmente a la condición
humana como la justicia, la libertad, la solidaridad, la vida, la convivencia,
son el paradigma que guía la construcción del viejo sueño de la igualdad.
Desde diferentes y a veces
contradictorias perspectivas de compromiso, religiosas, políticas, étnicas,
culturales, ideológicas, los hombres y mujeres de diferentes épocas han
contribuido a la generación del compendio de cláusulas que actualmente
conocemos como Derechos Humanos, y que siguen enriqueciéndose de las nuevas
realidades.
Pero, no sólo esas luchas, libradas en
tan disímiles terrenos que van desde el etéreo –que no vago- debate filosófico
hasta el sangriento campo de batalla, han constituido el antecedente original
de la aceptación por parte de los poderes constituidos de esos derechos reclamados.
¿O es que acaso ha bastado la simple Declaración para que esos derechos
se hagan realidad? ¿Significó, por ejemplo, la siempre citada Declaración de
Independencia de los Estados Unidos, para los estadounidenses de origen
africano, el goce de ciertos derechos inalienables como la vida, la
libertad y la búsqueda de la felicidad? ¿Lo significó para los propios
pueblos autóctonos del norte de América, legítimos dueños de aquellos ricos
territorios, hoy casi exterminados por los rifles del “puritanismo” anglosajón?
Las primeras dos décadas de presencia
española en el Nuevo Mundo estuvieron circunscritas al espacio insular
del Mar Caribe. (Siempre, para invocar el espíritu de la inquietud por la
verdad histórica, hay que dejar en el aire la pregunta de ¿por qué en estas
islas no quedaron sobrevivientes de aquellos originarios pueblos indígenas?).
En ese paisaje exuberante que sedujo de pleno y perenne verdor a los recién
llegados, se produjeron las más terribles masacres que hasta entonces conociera
el género humano.
Términos como catástrofe demográfica
o colapso demográfico, acuñados de manera particular en la magnífica
obra de Gustavo Gutiérrez En busca de los pobres de Jesucristo, no hacen
si no, tratar de ilustrar dentro de las humanas posibilidades del lenguaje, la
vertiginosa desaparición de los originarios habitantes caribeños. “Según los
historiadores hay datos confiables para decir que hacia 1510 había de 20.000 a
30.000 indios en La Española. Los cálculos sobre la población taína original
varían naturalmente, los primeros misioneros dominicos hablaban de 2.000.000;
Las Casas (basándose en una apreciación de Colón) de 3.000.000..... la célebre
escuela de Berkeley la estima en 8.000.000 ... y, hacia 1540 no había más de
300 indígenas en La Española”. (2) Ello, sin contar que, muchos
pobladores de las islas vecinas, llamadas “inútiles”, desde 1508 eran llevados
por la fuerza a “trabajar” en La Española.
Fue ésta la inexorable consecuencia de
la conjunción de diversas causas que actuando simultáneamente y en forma
combinada potenciaron al máximo su terrible poder destructor. Gutiérrez
menciona cuatro, a saber: “la desnutrición y el cambio del régimen
alimentario, la presencia de enfermedades (viruela, sarampión, tifus, gripe, y
otras) que no encontraban inmunizada a la población indígena, las guerras de
conquista y el trabajo forzado” (3). Habría que agregar dos mas,
relacionadas con todo el entramado del sistema de opresión instaurado por los
conquistadores, y cuyos efectos en la caída de la población tienen sus
manifestaciones específicas. En primer lugar y como resultado de esas guerras
de conquista, la esclavización del indígena, que en muchas ocasiones implicó la
extracción de grandes grupos de personas de su lugar de residencia para ser
trasladados forzosamente a las minas o a los mercados de esclavos. Y, en
segundo lugar, la ruptura violenta y traumática del núcleo familiar, con la
separación de los padres y de los hijos, de las mujeres y varones, que generó
una abrupta disminución de las tasas de natalidad entre la población autóctona.
Le tocaría a una historia de la sicología social, el estudio de lo que ya en
aquellos tiempos, los primeros dominicos de América y Las Casas en particular,
identificaron como el desgano y desapego por la vida misma, que la
perplejidad, decepción y tristeza generalizada del indio ante los increíbles
maltratos de que era víctima, provocaron.
La primera concreción formal de la lucha
dominica, devino de las gestiones que fray Antonio Montesino, a duras penas,
logró realizar ante el Rey en aquel histórico primer viaje redentor. Fueron las
Leyes de Burgos de 1512. Tras escuchar el testimonio y argumentos del luchador
fraile, el Rey Fernando convoca a miembros del Consejo Real, y a connotados
juristas y teólogos, a discutir la situación planteada. Montesino, que no tiene
acceso al seno de la reunión, tiene que convencer de sus alegaciones al
mismísimo fray Alonso de Espinal, emisario del virrey y los encomenderos.
Prácticamente se trató de una difícil negociación en la que ambos hubieron de
ceder parte de sus pretensiones. Sin embargo, si bien las Leyes de Burgos no
recogieron el planteamiento fundamental de los dominicos de La Española,
cual era ponerle fin a los repartimientos y encomiendas, éstas introdujeron un
conjunto de ordenanzas reguladoras del gobierno que, al definir el trato que
los españoles debían darle a los indígenas, reconocían legalmente los derechos
subjetivos de los mismos. Es el momento que algunos historiadores y filósofos
del derecho señalan como el comienzo del derecho hispano-indiano o la génesis
legislativa del Nuevo Mundo.
El “buen trato” al indio, contenido en
las conclusiones firmadas en Burgos el 27 de diciembre de 1512, venía a tratar
de suavizar una cruenta realidad que en la metrópoli conocieron por la denuncia
y diligencias de los dominicos de La Española, y son ellos los
responsables del surgimiento de ese compendio de normas que dieron en llamar el
derecho hispano-indiano. Más, son precisamente Montesino y Pedro de Córdoba,
quienes desde el primer momento ven la inutilidad de las novísimas normas. Este
último, avisado por su emisario Montesino sobre cómo marchaban las cosas en
España, apresuró su paso en venir personalmente a entregarle sus pareceres al
Rey. Ya en enero de 1513, a escasas semanas de dársele el ejecútese a las Leyes
de Burgos, el joven superior de los dominicos de La Española, está en España en
busca de una entrevista con su Soberano, a quien antes del mes de julio le
manifiesta su decepción por la ineficacia e inutilidad de unas leyes que no
abolieron los repartimientos de indios en encomiendas, y por
tanto, dejaban las cosas como estaban o peor que como estaban.
A los reparos hechos por Pedro de
Córdoba, el rey respondió convocando de nuevo una junta para que redactara unos
pareceres complementarios, que se hicieron leyes en 28 de julio de 1513.
De los cinco pareceres redactados, el rey sancionó cuatro, dejando de lado
aquel por el cual los letrados dejaban abierta la posibilidad de que los
servicios que los indios debían prestar al monarca, pudiesen ser dados por
cierto tiempo a los privados. Pero a los dominicos de La Española no les
bastaban las normas sobre el “buen trato”, y una vez más, hubieron de quedar
decepcionados y proseguir una lucha que habría de durar lo que de vida les quedaba.
Por entonces, fue que a Pedro de
Córdoba, se le ocurrió la idea de llevar a cabo una evangelización pacífica en
tierras no ocupadas aún por españoles, y surgió aquel primer intento en la
Costa de las Perlas, en el oriente de Venezuela, con el conocido desenlace
fatal por la muerte de los primeros mártires de esta dura y primera batalla por
los derechos humanos en continente americano: fray Francisco de Córdoba y Juan
Garcés. Lista de mártires que engrosarían muchos como aquel fray Antonio
Valdivieso, obispo de Managua, muerto a manos del propio gobernador español en
su templo en 1545, cuya historia tiene un parecido estremecedor con la del
célebre defensor de los pobres de El Salvador, Oscar Arnulfo Romero.
Así, se fueron sucediendo un conjunto de
hechos que dan testimonio de la acción dominica en defensa del Hombre durante
la conquista de América. Supresión de los repartimientos y encomiendas en las
Instrucciones dadas a Diego Velásquez en 1518 para la incursión sobre
territorio cubano. Lo instruido a Hernán Cortés el 23 de junio de 1523. Las
Ordenanzas de Granada de 1526, en cuyo prólogo, se resume el discurso creado
por los dominicos de La Española: “Nos somos informados, y es
notorio, que por la desordenada codicia de algunos de nuestros súbditos que
pasaron a las nuestras Indias, islas y tierra firme del mar Océano, y por el
mal tratamiento que hicieron a los indios naturales de las dichas islas y
tierra firme del mar Océano, así en los grandes y excesivos trabajos que les
daban, teniéndolos en las minas para sacar oro y en las pesquerías de las
perlas y en otras labores y granjerías, haciéndoles trabajar excesiva e
inmoderadamente, no les dando el vestir ni el mantenimiento que les era
necesario para sustentación de sus vidas, tratándoles con crueldad y desamor,
mucho peor que si fueran esclavos, lo cual todo ha sido y fue causa de la
muerte de gran número de los dichos indios, en tanta cantidad que muchas de las
islas y parte de tierra firme quedaron yertas y sin población alguna de los
dichos indios naturales de ellas, y de que otros huyesen y se ausentasen de sus
propias tierras y naturaleza y se fuesen a los montes y a otros lugares para
salvar sus vidas y salir de la dicha sujeción y mal tratamiento...” (4)
Pasando por la simbólica institución en
1516 del Protector de los Indios, y por la creación en 1524 del Consejo
Real y Supremo de Las Indias, todavía en 1542, cuando son sancionadas en
Barcelona el 20 de noviembre, las llamadas Leyes Nuevas, la “negligencia
y descuido” en la aplicación de las disposiciones reales por parte de las
autoridades españolas en América, y la “desordenada codicia” que mueve a los
conquistadores, harían menos que letra muerta el compendio de Leyes y
Cédulas Reales, que, por iniciativa tenaz de los frailes dominicanos y sus
seguidores en otros lugares y en otras órdenes religiosas, se dictaron a favor
del derecho a la vida, a la libertad y la dignidad de los originales habitantes
del Nuevo Mundo.
Tras los pasos de los Precursores de
los Derechos Humanos en América.
Se comete un grave error histórico al
cifrar el inicio de los Derechos Humanos en la Declaración de Independencia de
los Estados Unidos. Como hemos afirmado, todavía la generación de los setenta
del siglo pasado en ese país, luchaba por los derechos civiles de los
descendientes africanos y poquísimos sobrevivientes indígenas de aquella
poderosa república que, aún en nuestros días, aplica la pena de muerte y con
evidentes signos discriminatorios hacia los no estadounidenses blancos.
No pretendemos negar los aportes que tal proceso haya hecho hacia la denominada
positivación de los derechos. Más, nos preguntamos, ¿ los numerosísimos
documentos oficiales, Cédulas Reales y Leyes, dictados a propósito de la lucha
dominica a favor de los derechos en América, qué son entonces? ¿ acaso no
constituyen el resultado de una lucha por los derechos traducida en legislación
vinculante? ¿no se obligaban las autoridades españolas a respetar la vida y la
dignidad de los indígenas en tanto seres humanos con ánimas racionales*
como obligados debían estarlo para con los indígenas y afroamericanos del
norte, los gobernantes estadounidenses?
Al establecer 1776 como hito del
surgimiento de una era de derechos, se desprecian casi tres siglos de
historia hispanoamericana para favorecer una concepción liberal anglosajona,
que por estos días ha mostrado su verdadera faz en cuanto al respeto de esos
derechos que pregona.
Por supuesto que, los Derechos Humanos,
tal como se conciben actualmente, con sus ineludibles y aún utópicos principios
de universalidad e indivisibilidad, no
se habían formado en los umbrales del siglo XVI como tampoco a finales del
XVIII, pero en su esencia ética, las raíces de los mismos las podemos
encontrar, al menos en tierras americanas, en el original pensamiento y pionera
acción de los frailes de la Orden de Predicadores que llegaron a Santo Domingo
en septiembre de 1510.
Los históricos sermones de
Montesino, los domingos 21 y 28 de diciembre de 1511, y las sucesivas gestiones
de éste y de fray Pedro de Córdoba, son sólo el comienzo de una labor
infatigable que continuaron muchos otros, en particular, uno que de tanto andar
se hizo leyenda: Bartolomé de Las Casas.
La vida y obra de este sevillano
empedernido, merece mención aparte y como se sabe, ha sido objeto de una
prolija investigación y producción literaria, no exentas de apasionamientos y
prejuicios. Y no podía ser de otra forma, porque las increíbles energías
desplegadas por éste en sus andanzas justicieras, fueron de tal magnitud, que
difícilmente quien se aproximara a ellas, en cualquier tiempo y lugar, podría
evadirse de su telúrica fuerza de gravedad. Un hombre que a los treinta
años renuncia voluntaria e irrevocablemente a una inmensa fortuna acumulada en
sus encomiendas indianas de oro y granjerías, que su amigo el gobernador de
Cuba, Diego Velásquez calificó como envidiables por cualquier caballero
castellano, para dedicarse de por vida, a la lucha por la abolición de la
conquista y las encomiendas. Que atravesó diez veces el nada pacífico océano
Atlántico, no en los cómodos y modernos vuelos de hoy, si no, en las muy
vulnerables embarcaciones de madera que como aquella Rábida de la
primera expedición de Nicolás de Ovando cuando el mozo Las Casas fue por vez
primera a América, naufragó antes de llegar a costas canarias. Ese Las Casas
que escribió decenas de miles de folios sin bolígrafo ni máquina de escribir,
ni mucho menos un ordenador, para defender los derechos humanos, que recorrió
islas caribeñas y nuevo continente sin yates ni automóviles, que rectificó
de tal manera su error sobre la esclavización de los africanos que llegó
a ser el primero en enfrentar públicamente la esclavitud; que todo lo que hizo
fue siempre pensando en salvar el alma de su amada patria española, en fiel
servicio de su pueblo, sus monarcas y su fe, no puede, evidentemente, pasar
desapercibido. Un Las Casas que ejerció por lo menos diez y siete oficios:
desde ayudante de la tahona familiar, monaguillo, soldado, clérigo,
encomendero, minero, productor agrícola, cronista, naturalista, jurista,
litigante, propagandista, fraile, hasta tratadista, obispo, consejero e
historiador, y que, en las Juntas de Valladolid de 1550-1551, como polemista
formidable, venció con sus ya doctos y maduros argumentos al tristemente
célebre Juan Ginés de Sepúlveda, el influyente eclesiástico afecto a las
guerras de conquista, que entre otras importantes posiciones, hizo de cronista
de Carlos V.
En fin, que no se entiende cómo algunos
que se dicen pertenecer a las nuevas generaciones de historiadores interesados
en el tema americano, se las arreglan para soslayar a Las Casas; y como, los teóricos
de los Derechos Humanos, ni saben quién fue. Él también es consecuencia de la
lucha de los primeros dominicos de La Española. En parte se le debe que hoy
sobrevivan los descendientes de aquellos indios, y aún no ha sido
canonizado.
Total que, datos más o datos menos,
datos que en el peor de los casos nos motivan a profundizar en una época más
manoseada que conocida y más cacareada que interpretada, traducen acontecimientos
históricos que signaron irremisiblemente la vida de pueblos y naciones
aparentemente condenados a hundirse en la arena movediza del subdesarrollo,
atraso, pobreza, inestabilidad y riesgo latente de violencia política como
expresión de la violencia social que subyace en el sistema imperante.
La historia de los Derechos Humanos es
la Historia de la lucha del género humano por la igualdad. ¿No sois
obligados a amarles como a vosotros mismos?. La perspectiva desde la cual
se emprenda esa lucha tiene el peso de la razón raigal. Pero el camino por el
que se transita y el horizonte que se anhela, se amalgaman monolíticamente en
la utopía de un mundo mejor. La solidaridad, la palabra más cristiana, ese
sentimiento que nos mueve a no ser felices mientras otros no lo son, ha tenido
en figuras como Gandhi y Mandela, y en muchos otros revolucionarios portadores
de esa esencia, intérpretes activos de la utopía, como los millones de almas
que se movilizaron en días recientes por la paz y los tercos defensores del
ambiente y las valientes defensoras de la no discriminación de género. Son los
constructores del verdadero Estado de Derechos, al que casi siempre se opone,
con rabiosa prepotencia el Status Quo. La razón ha de andar de la mano con la
ética, con el sentido de justicia, con la utopía de la igualdad. No puede ser
de otra manera.
Yldefonso Finol Ocando
Salamanca Julio 2003
Citas Bibliográficas
-
(1) Bartolomé
de Las Casas: “Historia de Las Indias”, Tomo III. Biblioteca Ayacucho. Caracas,
1986. Pags. 13-14.
-
(2) Gustavo
Gutiérrez: “En busca de los pobres de Jesucristo”, Ed. Sígueme. Salamanca,
1993. Pag. 653.
-
(3) Gustavo
Gutiérrez: Ob. Cit., pag. 654.
-
(4) Isacio
Pérez Fernández: “El Derecho Hispano-Indiano”, Ed. San Esteban, Salamanca,
2001. Pag.103.
Bibliografía
consultada
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María Eugenia Corvalán: “El
pensamiento indígena en Europa”, Planeta, Bogotá 1999.
-
Ignacio Ara Pinilla: “Las
transformaciones de los derechos humanos”, Tecnos, Madrid 1990.
-
Norberto Bobbio: “El tiempo de
los derechos”, Sistema, Madrid 1994.
-
Rafael Fernández Heres:
“Conquista espiritual de tierra firme”, Biblioteca de la Academia Nacional de
la Historia, Caracas 1999.
-
Antonio Osuna Fernández-Largo:
“Teoría de los derechos humanos”, Ed. San Esteban-Edibesa, Salamanca 2001.
-
Isacio Pérez Fernández: “Fray
Bartolomé de Las Casas, O.P. de defensor de los indios a defensor de los
negros”, Ed. San Esteban, Salamanca 1995.
-
Antonio Enrique Pérez Luño:
“La polémica sobre el Nuevo Mundo”, Ed. Trotta, 2a edición, Madrid
1995.
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