viernes, 7 de agosto de 2020

LA SECTA (fragmento)

 Tomado del libro LA SECTA que escribí en los 90' y publiqué en una pequeña edición en 2011, dedicado a mi célula del PRV - RUPTURA en mi pueblo natal: Moján.

El 7 de Agosto

El siete de agosto de mil novecientos setenta y seis a las seis de la tarde había sido escogido por el equipo de trabajo de Ruptura para hacer pública nuestra identidad política hasta ahora camuflada entre círculos de estudio y cultura popular. Las instrucciones eran precisas. A las cuatro p. m. nadie debía estar en sus casas. Cada quien cumpliendo sus tareas donde el plan lo indicara. Fueron muchos días de tensión, de miedo. La represión del régimen ya no sólo amenazaba. Varios líderes de izquierda se hallaban detenidos, sometidos a torturas, perseguidos. Algunos fueron asesinados o desaparecidos. También murieron militantes juveniles en las protestas estudiantiles. El pretexto: la desaparición de un importante empresario norteamericano, Williams Frank Nihaus, presuntamente secuestrado por unos desconocidos Comandos de Acción Revolucionaria.

Por nuestro rancho habían estado merodeando unos personajes de baja ralea identificados como sapos del gobierno, soplones de oficio. Nosotros les mirábamos con simulada indiferencia, al fin y al cabo, estábamos dispuestos a ganarnos un espacio político propio como fuera y, a decir verdad, pese a que éramos apenas unos muchachos, la disciplina en que nos habíamos formado nos dotaba de una preparación psicológica adecuada para enfrentar este tipo de situaciones. Se nos había enseñado, no sólo que el riesgo formaba parte intrínseca de la causa que abrazamos, si no además, todos los detalles de cómo actuar en estas circunstancias. Por ejemplo era nuestra costumbre que si, al retrazarse un compañero por cinco minutos a un contacto previamente acordado, debíamos inmediatamente alejarnos del sitio del encuentro hasta un segundo lugar donde la espera sólo duraba el tiempo que tardáramos en verificar que el susodicho no estuviese allí. Del caso debíamos informar en el acto al superior responsable y proceder a enconcharnos, es decir, escondernos por un lapso prudente en una vivienda que generalmente debía reunir las siguientes condiciones: no conocida por los compañeros, alejada de los sitios que uno solía frecuentar, habitada por gente muy discreta preferiblemente ajena a la militancia, pero con claridad del servicio que estaban prestando. Así que los amagues de nuestros perseguidores no hicieron mucha mella en el extraordinario ánimo que exhibíamos en los días previos al siete de agosto. Tal como lo habíamos planificado, los afiches fueron elaborados con el mismo procedimiento con que hacíamos el famoso “Proletario”. Con sus gruesas letras rojas y negras, lucían retadores e insolentes en las pacíficas paredes del centro del pueblo.

Por ser sábado, la mañana comenzó más tarde. Mi calle estaba desierta a las seis de la mañana cuando salí para ir a reunirme con el grupo que tenía la tarea de concluir la improvisada tarima de varas de mangle que estábamos construyendo en el sector llamado Belén, que es la última escollera de Nazaret. No sé si habrá sido por la tensión nerviosa a que estaba sometido por todo aquello de salir a la luz pública como movimiento político abiertamente opuesto al régimen -que además pregonaba el socialismo como objetivo estratégico y para colmo llamaba a la gente a no votar, lo que legalmente era un delito político por la obligatoriedad del sufragio establecida en la Constitución- pero el aire amaneció pesado con tonos grises en las nubes y una modorra no común a una población generalmente activa y madrugadora. La única presencia evidente me la daba el exquisito olor a leña ardiendo y maíz cocido que provenían de casa de Irma, la señora que hacía las mejores empanadas. El calor si que se despertó con ánimos de trabajar. A esa hora la temperatura debía rondar los treinta grados, de modo que al mediodía nos estaríamos derritiendo como un molde de hielo expuesto al sol.

La plaza Bolívar está a tres cuadras al norte de mi casa, allí me esperaban los compañeros, fumaban y bebían café, que eran los únicos vicios tolerados en el partido, a los demás se les consideraba inaceptables debilidades ideológicas absolutamente antagónicas a los principios que profesábamos y a la disciplina que practicábamos. También por eso nuestros detractores de la plaza nos llamaban La Secta, porque para ellos éramos unos bichos raros que ni fumábamos hierba ni bebíamos licor ni íbamos a fiestas ni andábamos de pájaros bravos enamorando muchachas. Lo que hacía la mayoría de ellos.

Caminamos en dirección oeste por la calle acostumbrada las diez cuadras que habían de allí al Rancho. Casi ni hablamos. Al llegar recogimos las herramientas, martillo, alicates, un serrucho que nos prestaron nuestros amigos Los Papitas, expertos hacedores de canoas; cable de electricidad, cuerda, navaja, y un taladro que Medardo tomó prestado del taller de Tío Zenén. Ángel tenía todo arreglado, sólo que no pudo recibirnos con un cafecito caliente recién colado como de costumbre porque hace pocos días se apareció un tipo, un colombiano llamado Francisco o al menos eso dijo quien andaba por el barrio con una Biblia debajo del brazo predicando el evangelio y como no tenía donde vivir pasaba la noche entre las canoas menos mojadas o junto al tronco de una palmera, lo que provocó la espontánea generosidad de El Cochino y no se le pudo ocurrir otra cosa que llevárselo a pernoctar en el Rancho. Pues resulta que a los dos días de estar recibiendo las bondades de su anfitrión desapareció con los tres o cuatro enseres que teníamos incluido el aparato de sonido para las danzas y los títeres, y la estufa eléctrica con que el filántropo de Ángel solía prepararse sus alimentos. Desde entonces cuando veo un desconocido con una Biblia debajo del brazo y cara de yo no fui como la de aquel infeliz, arrugo la cara y pelo el ojo.

Los sucesos se desarrollaron en forma vertiginosa. Pasado el mediodía, cuando el sopor por la canícula solar azota los espíritus, una invasión de Novas amarillos hizo sucumbir la quietud de la tarde. Serían una docena o más de estos Chevrolet recién estrenados por la policía política, la DISIP, los que irrumpieron como caravana de terror por las escasas calles mojaneras.

Antecedidos por dos camiones antimotines repletos de gorilones vestidos de azul con sus características botas de cuero blancas, que entraron al pueblo -en particular al barrio Nazaret- golpeando a Raymundo y todo el mundo, los disipoles fueron aplicando su plan de manera sistemática. Allanaron varios hogares llevándose algunos detenidos y decomisando libros, documentos, casetes, discos y cuanta cosa les pareciera útil para acusarnos de subversivos. Quizás esperaban encontrar pistas sobre el paradero de Nihaus, el gringo secuestrado, pero debieron conformarse sólo con la música y la literatura ñángaras que metieron en sus sacos.

La otra decepción de los agentes represores fue que en vez de guerrilleros urbanos consiguieron artistas. Resulta que a nuestro acto de presentación venían a colaborar los compañeros del grupo musical Urupagua junto a miembros del teatro Gran Colombia y el poeta José Quintero Weir. Los agarraron a todos llegando a Nazaret en el autobús que los traía desde Maracaibo.

Los que estábamos en Belén terminando de armar la tarima fuimos los últimos en enterarnos de lo que pasaba al observar el montón de gente corriendo hacia nosotros y divisar a unos quinientos metros los camiones antimotines. Los policías parecían locos golpeando a quien se les atravesara y aún disparando contra los compañeros que optaron por lanzarse al agua y nadar para huir. Detonaron bombas lacrimógenas y repitieron sucesivos disparos de escopeta contra la gente común del barrio. También accionaron sus pistolas contra objetivos más precisos: los compañeros que nadaban en las turbias aguas del lago allí donde le penetra el cauce del río Limón.

Algunas de estas imágenes alcancé observarlas antes de que unos vecinos del lugar me terminaran de esconder debajo de unos sacos de maíz tras el mostrador del abasto que regentaban. Asfixiándome con el escaso aire que lograba inhalar, entre el peso del maíz y la repelencia del gas lacrimógeno, sentí ganas de quedarme dormido, y algo así debió ocurrir en algún momento, porque cuando mis humildes protectores me dijeron que ya podía salir, por segundos creí que despertaba de un sueño donde habían ocurrido los hechos que acababan de acontecer.

Rebobinar rápidamente y pasar a tomar decisiones en un santiamén me llevó a saltar apenas se abrió el portalón de la tienda, despedirme con un gesto de manos y correr entre manglar y salina. A cinco kilómetros de allí tenía papá una cría de vacas y cerdos. Calculé llegar antes del anochecer que era la hora en que él regresaba a casa. Le conté lo sucedido y le pedí ayuda. Molesto conmigo, me reprochó por el susto que estaría pasando mamá. Aún así, todavía le insistí en averiguar la situación de mis compañeros y en su camioneta azul me paseó por algunas calles donde ellos vivían, pero muy poco pudimos averiguar. A las dos de la madrugada, después de pasar por varios escondites y quitarme de encima la mugre del camino de fuga, el abuelo Nataniel, fue el encargado de evadirme. Iríamos a la costa sureste del Lago de Maracaibo: a Bachaquero.

 

Hacerse Hombre

La despedida fue confusa debajo del níspero frondoso que servía de techo a uno de los garajes de la casa de mis abuelos paternos. Casa de curioso concepto constructivo y una de las primeras con platabanda en la comunidad. Mi abuelo Luis Finol fue un hombre muy emprendedor. Tempranamente descubrió el potencial de la industria de la construcción en un país petrolero que recién despertaba a los arrebatos de la urbanización. Fundó empresa familiar trayendo piedras desde isla de Toas hasta la playa de Los Hornos, de su propiedad, y donde pasamos los mejores y más felices momentos de la infancia, adolescencia y más allá. Era nuestro particular parque de diversiones.

En la vieja residencia que llamábamos El Hatico montó el taller de elaboración artesanal de bloques. Los camiones entraban y salían a cada rato cargados de material hacia la ciudad de Maracaibo. Tuvo que ocurrir aquel terrible accidente en que un convoy del ejército le pasó por encima a Tío Heberto para que todo se viniera abajo. El segundo de sus hijos y primer varón, era el soporte operativo del negocio familiar. Entre el golpe afectivo y los gastos médicos, echaron al piso los esfuerzos pioneros de “Papá Luís”, como le decíamos sus numerosos nietos. Hombre recio como el que más, ante Luis Finol todos actuábamos con moderación y respeto soberano. Nunca aceptó las malas conductas. La honorabilidad era apenas un sencillo asunto de la cotidianidad. La palabra empeñada, razón a honrar sin derecho a las excusas.

Tal cual actuó cuando lo de la división del viejo Prieto Figueroa frente a la Acción Democrática de Betancourt y Gonzalo Barrios. Toda la familia lo siguió sin mayores discusiones. Entonces escuchamos aquellos encendidos llamados del maestro Prieto a la liberación nacional y el socialismo. Santas palabras.

Esa noche recordé mucho a mi abuelo que nos había dejado precozmente la primavera de 1971.

Papá no hablaba, sólo fumaba. Mamá lloraba sin lágrimas y me inundaba de bendiciones. Mi tío Tato me metió en la cintura del pantalón un viejo revólver 38 que él nunca usó. “Sobrino, ya que está metido en esta vaina, no se deje joder, que usted vale mucho”. Nataniel, padre de crianza de mamá y responsable de mi clandestino traslado, me retiró el arma y lo devolvió a su dueño con un presuntuoso gesto de poder: “Tranquilo Tato, que vamos armados hasta los dientes”, mientras le mostraba dos pistolas alzándose la guayabera amarilla.

Ya dentro del dodge coronet dos puertas, me ordenó sentarme en el puesto trasero y me entregó un cañón corto que guardaba en la guantera. “De aquí en adelante este es tu escapulario”, me dijo. Y agregó una dura frase que ya le había escuchado antes y que no me agradaba: “En las puertas del cielo, primero yo que mi padre”. Me recomendó además que me hiciera el dormido en las alcabalas, cosa que contradije al máximo sin proponérmelo, porque cuando llegamos al puente sobre el Lago de Maracaibo, me puse en guardia con los ojos pepones y apreté con la derecha el mango del revólver entre las piernas. El abuelo, avispado como era, mostró al guardia su credencial de funcionario del Ministerio del Trabajo y lo saludó con una jerga incomprensible sin detener el auto completamente.

Seguía oscuro cuando entramos a la casa del Campo Progreso. Abuela esperaba despierta y en actitud de alarma. Nos saludamos con un beso y rápidamente me llevó del brazo hacia el interior. Me ofreció agua, preguntó por mamá, y me despidió con un “mañana hablamos” que sonaba a regaño mientras atendía la conversa de su marido.

Por supuesto no dormí. Entre mis inquietudes y el sofocante calor de Bachaquero me mantuvieron en vela el resto de la madrugada. El amanecer fue rápido y excesivamente luminoso. Está bien que por el oriente salga el sol, pero no es para tanto. Aquí es como si se te metiera en la hamaca a quemarte la pereza para obligarte a trabajar. Paradójico pero cierto. La gente de esta zona del país es muy trabajadora. El olor del abundante petróleo con sus gases asociados lo inunda todo. Aquí la vida huele y sabe a petróleo.

Pensaba en mis compañeros mientras me mecía contra la pared que a esa hora ya estaba caliente como si fueran las doce del mediodía. También me sentía extraño por no tener miedo. Supongo que sería consecuencia normal de tener 16 años. Pero yo sólo pensaba en como volverme a encontrar con ellos y la forma como continuaríamos el trabajo político. Especulaba que a lo mejor nos pasarían a la “pata cerrada” o hasta nos mandarían a otro lugar del país. Pensaba en Mamá y Papá, en cómo ellos asumirían los días por venir, porque esto apenas comenzaba.

El desayuno se sirvió cercanas las ocho. Pan, mantequilla enlatada, queso blanco y café con leche. Abuela servía todo con elegancia y ternura. Casi no hablaba. Era evidente que esperaba que el abuelo se fuera a su trabajo. Hablaría luego con su nieto, a solas.

María Araminta del Carmen Máxima de Jesús la habían bautizado en su Táchira natal. Se le conocía como Araminta. Nosotros le decíamos Abuela y era como nombrar las raíces más amadas de nuestra historia. Ella mereció el respeto y el amor de toda criatura que se le acercara. Su poderosa presencia sobre la tierra provocaba la calma de las bestias y el silencio de las tormentas. Tuvo una vida difícil. Supo siempre sobreponerse a las dificultades.

Por eso nuestra conversación fue fluida, sin traumas. Ella sospechaba en lo que yo andaba metido porque llegó a presenciar alguna de mis largas charlas con mamá sobre las injusticias de la sociedad capitalista y la necesidad de construir un mundo de igualdad. La idea le gustaba a ambas, pero Abuela sufría mucho y se molestaba por la tendencia ateísta que tomé desde muy temprana edad. También ella cuestionaba mi participación en las elecciones estudiantiles y las manifestaciones callejeras.

Al igual que siempre, terminó echándome un saco de bendiciones con el respectivo pase de mano desde la frente hasta la nuca y el conmovedor beso en la frente con el que lograba calmar gran parte de mis angustias.

Esos días los pasé bastante aburrido, aunque parecía disfrutarlos. Particularmente cuando los abuelos dormían la siesta y por las noches. Los medio días ardientes los pasaba en el pequeño patio oyendo radio. A veces fumé algún cigarro escondido de Abuela, por supuesto. Lo hacía por vergüenza más que por temor.

Escuchaba la radio como escrutando alguna señal que nunca llegaba. Soñaba despierto con situaciones favorables a la Revolución en las que mis compañeros y yo participábamos arriesgados y felices. Es algo que forma parte de mi particular psicología. Soy optimista y soñador como un personaje de cuentos ingenuos.

Debo confesar que si para la época no estaba enamorado de alguna muchacha en particular, idealizaba una cada vez que escuchaba esa hermosa canción llamada Todos los barcos, todos los pájaros. Que lindo tema y que buena compañía me hizo. Recuerdo que cuando salí de la clandestinidad aprendí a tocarla con mi amigo Francisco Sánchez, alias Zona Franca, un gordo bien de pinga que tocaba la guitarra tan suave que parecía acariciarla.

Pero para mi verdadero y único amor por esos tiempos, tenía la insuperable Canción mansa para un pueblo bravo, del eterno Alí Primera. No se como, pero la “Canción mansa” se metió en la radio a pesar de la censura que pesaba sobre la voz del Cantor del Pueblo, el hijo de Carmen Adela.

Alí fue motor y combustible del proceso de concienciación del pueblo venezolano. Lo que no lográbamos nosotros con Ruptura, ni los de la Liga Socialista con Basirruque, ni los del CLP con Qué Hacer, ni el Partido Comunista con Tribuna Popular, lo lograba este muchacho paraguanero con su cuatro, guitarra y voz. Era un comunicador nato y un revolucionario insustituible. Ni con el espejismo de la fama y el baile de los millones que le ofrecía la burda y fría farándula pudieron comprarlo. Alí nunca se vendió.

Yo lo admiraba y quería como si fuera mi familia. En casa tuvimos el primer casete que llegó al Moján. Lo trajo Mamá del centro de Maracaibo donde solía comprar los sábados los insumos para sus invenciones creativas en corticostura, bordado y tejido. También trajo para dárselos a papá que estrenaba camioneta con equipo de sonido, el cartucho de Luís Aguilar “El gallo giro” que traía su magnífica versión del Siete Leguas y Carabina 30-30, y uno de Jesús Sevillano con Cerecita, El Curruchá y Las brumas del mar. Casi nada. Estábamos jochaos, que en nuestra lengua regional quiere decir, ufanos.

Oír música en la radio y algún que otro noticiero fueron mis pasatiempos de enconchado. No había mucho que escoger en aquellos campos petroleros que diseñaron los gringos para que la clase trabajadora repusiera sus energías y volviera despierta al día siguiente a su jornada a producir toda la plusvalía que se pudiera.

En estos campos estalló en 1936, cuarenta años atrás, la primera huelga proletaria de los petroleros que pedían un bolívar de aumento y agua para no deshidratarse en las incandescentes selvas de Mene Grande, unos veinte kilómetros más al sur de donde me hallaba.

En esta tierra y en este Lago sembrados de petróleo en toda la extensión de sus entrañas, la sangre obrera se confundió con el aceite, y el sudor de la familia campesina desplazada al “Negro Dorado”, dejó de dar maíz a los hijos para enviar sus frutos al bolsillo de las transnacionales y comenzar a ser otros con otros valores y otra cultura. La cultura gringa llenó la Costa Oriental del Lago de Maracaibo de prostíbulos y templos de la más variada gama de sectas religiosas que uno pueda imaginar.

No recuerdo cuántos días pasé enconchado en casa de Abuela en Bachaquero. Creo que los suficientes para querer regresar. Llegamos a El Moján a las once de la mañana. Las calles estaban luminosas. Yo vestía ropa nueva que Abuela me suministró. Algunos me dijeron que parecía de marinero. Zapatos de goma y tela azules claros, un poco común pantalón muy blanco, y franela a rayas. No me imagino vestido así. Ciertamente parecía otro, que era la intención.

También me hicieron cortar el cabello. Fue en Tía Juana, el único lugar al que salimos durante mi cautiverio para visitar a mi tía Mary; salida que por cierto aproveché para verme con mi amigo Fernando, compañero que también estaba enconchado con unos familiares suyos en el campo Venezuela. Allí conocí a Gerardo, primo de Fernando que era del MIR. En alguna ocasión nos volvimos a ver por El Moján.

Total, rapado como recluta y trajeado de marinero, la verdad que a la gente se le hizo gracioso reconocerme. Burlas no faltaron.

Mamá se veía radiante. Su semblante triste y hermoso tenía un brillo espiritual muy especial. Estaba feliz de volverme a tener con ella. Me fastidiaba besándome y abrazándome a cada instante. Nos amábamos mucho. Nos identificábamos mucho. A pesar de ser cinco hermanos sus amigas me llamaban “el hijo de Rita”, porque siempre nos veían compartir una unidad de afecto y criterio muy contundente.

Ella ya en ese entonces era considerada una colaboradora del Partido. Unos meses después pasó a ser militante del ala clandestina del PRV.

A los pocos días de mi regreso se convocó una reunión secreta de la militancia en las afueras de El Moján, en un lugar que yo conocía muy bien desde mis andanzas infantiles: el Caño de Los Villalobos. La nota que me enviaron decía que nos veríamos a las tres en punto.

Allí estuvimos puntuales, como era la costumbre. Fuimos casi todos. Algunos habían cambiado mucho su apariencia. Otros, barbados y ceñudos, reforzaron su ya evidente imagen de zurdos, poniéndonos en mayor evidencia.

Luego del balance y los puntos de información, el tema era uno: quiénes se quedan.  En labios de Euclides la pregunta sonaba algo más que dramática. La situación exigía definiciones claras. Uno sólo se atrevió a confesar que no continuaría en Ruptura. Era un colaborador y su franqueza me provocó admiración. Fue enfático. Lo recuerdo clarísimo. Dijo:”Yo no sirvo pa’ esta vaina. Voy a matar a mamaíta de un susto. Yo estoy cagao”.

Para mí fue el más valiente del grupo esa tarde.

Por mi parte todo estaba aclarado desde hacía tiempo. Era el camino de vida que había escogido consciente y voluntariamente. Pero desde esos días hubo un cambio en mi actitud frente a la aventura que abracé como proyecto de vida. Parecía que hasta ese día yo viví mi militancia como en un sueño, sin tener conciencia real del tremendo asunto de que esto se trataba. A partir de allí cada decisión adoptada, cada paso dado, debía asumirse con absoluta responsabilidad. Triunfar exigía ser sobretodo perseverantes, pero también inteligentes.

Les comentaba estas reflexiones a mis compañeros, cuando uno de los mayores del grupo me interrumpió con una inusitada sonrisa y una palmada en el hombro: “Te estáis haciendo hombre, carajito”.

 

Epílogo

A fines de 1979, los jefes del PRV-RUPTURA se dividieron. No podían escapar a esa fatídica tradición de la izquierda. Los que seguíamos siendo unos muchachos, simples militantes, quedamos al garete, realengos, por decir lo menos. Cada uno tomó el camino que mejor pudo. Sufrimos mucho aquella situación. Creo que nunca la superamos. Algunos sucumbieron a la decepción. Otros, asistidos por una espontánea perseverancia, seguimos en el activismo social en que estábamos metidos, y continuamos la lucha en los escenarios posibles.

 

La Plaza fue destruida. Por allá por el 75, los adecos quisieron borrar lo que quedaba de la época gomecista, pero no me refiero al autoritarismo que ellos remedaban a su manera, me refiero al patrimonio arquitectónico y los espacios públicos, que fueron borrados con saña por la vorágine del concreto y la coima.

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