Tomado del libro LA SECTA que escribí en los 90' y publiqué en una pequeña edición en 2011, dedicado a mi célula del PRV - RUPTURA en mi pueblo natal: Moján.
El 7 de Agosto
El siete de agosto de mil
novecientos setenta y seis a las seis de la tarde había sido escogido por el
equipo de trabajo de Ruptura para hacer pública nuestra identidad política
hasta ahora camuflada entre círculos de estudio y cultura popular. Las
instrucciones eran precisas. A las cuatro p. m. nadie debía estar en sus casas.
Cada quien cumpliendo sus tareas donde el plan lo indicara. Fueron muchos días
de tensión, de miedo. La represión del régimen ya no sólo amenazaba. Varios
líderes de izquierda se hallaban detenidos, sometidos a torturas, perseguidos.
Algunos fueron asesinados o desaparecidos. También murieron militantes
juveniles en las protestas estudiantiles. El pretexto: la desaparición de un importante
empresario norteamericano, Williams Frank Nihaus, presuntamente secuestrado por
unos desconocidos Comandos de Acción Revolucionaria.
Por nuestro rancho habían estado
merodeando unos personajes de baja ralea identificados como sapos del
gobierno, soplones de oficio. Nosotros les mirábamos con simulada indiferencia,
al fin y al cabo, estábamos dispuestos a ganarnos un espacio político propio
como fuera y, a decir verdad, pese a que éramos apenas unos muchachos, la
disciplina en que nos habíamos formado nos dotaba de una preparación
psicológica adecuada para enfrentar este tipo de situaciones. Se nos había
enseñado, no sólo que el riesgo formaba parte intrínseca de la causa que
abrazamos, si no además, todos los detalles de cómo actuar en estas circunstancias.
Por ejemplo era nuestra costumbre que si, al retrazarse un compañero por cinco
minutos a un contacto previamente acordado, debíamos inmediatamente alejarnos
del sitio del encuentro hasta un segundo lugar donde la espera sólo duraba el
tiempo que tardáramos en verificar que el susodicho no estuviese allí. Del caso
debíamos informar en el acto al superior responsable y proceder a enconcharnos,
es decir, escondernos por un lapso prudente en una vivienda que generalmente
debía reunir las siguientes condiciones: no conocida por los compañeros,
alejada de los sitios que uno solía frecuentar, habitada por gente muy discreta
preferiblemente ajena a la militancia, pero con claridad del servicio que
estaban prestando. Así que los amagues de nuestros perseguidores no hicieron
mucha mella en el extraordinario ánimo que exhibíamos en los días previos al
siete de agosto. Tal como lo habíamos planificado, los afiches fueron
elaborados con el mismo procedimiento con que hacíamos el famoso “Proletario”.
Con sus gruesas letras rojas y negras, lucían retadores e insolentes en las
pacíficas paredes del centro del pueblo.
Por ser sábado, la mañana comenzó
más tarde. Mi calle estaba desierta a las seis de la mañana cuando salí para ir
a reunirme con el grupo que tenía la tarea de concluir la improvisada tarima de
varas de mangle que estábamos construyendo en el sector llamado Belén, que es
la última escollera de Nazaret. No sé si habrá sido por la tensión nerviosa a
que estaba sometido por todo aquello de salir a la luz pública como movimiento
político abiertamente opuesto al régimen -que además pregonaba el socialismo
como objetivo estratégico y para colmo llamaba a la gente a no votar, lo que
legalmente era un delito político por la obligatoriedad del sufragio establecida
en
La plaza Bolívar está a tres
cuadras al norte de mi casa, allí me esperaban los compañeros, fumaban y bebían
café, que eran los únicos vicios tolerados en el partido, a los demás se les
consideraba inaceptables debilidades ideológicas absolutamente antagónicas a
los principios que profesábamos y a la disciplina que practicábamos. También
por eso nuestros detractores de la plaza nos llamaban
Caminamos en dirección oeste por
la calle acostumbrada las diez cuadras que habían de allí al Rancho.
Casi ni hablamos. Al llegar recogimos las herramientas, martillo, alicates, un
serrucho que nos prestaron nuestros amigos Los Papitas, expertos
hacedores de canoas; cable de electricidad, cuerda, navaja, y un taladro que
Medardo tomó prestado del taller de Tío Zenén. Ángel tenía todo arreglado, sólo
que no pudo recibirnos con un cafecito caliente recién colado como de costumbre
porque hace pocos días se apareció un tipo, un colombiano llamado Francisco o
al menos eso dijo quien andaba por el barrio con una Biblia debajo del brazo
predicando el evangelio y como no tenía donde vivir pasaba la noche entre las
canoas menos mojadas o junto al tronco de una palmera, lo que provocó la
espontánea generosidad de El Cochino y no se le pudo ocurrir otra cosa
que llevárselo a pernoctar en el Rancho. Pues resulta que a los dos días de
estar recibiendo las bondades de su anfitrión desapareció con los tres o cuatro
enseres que teníamos incluido el aparato de sonido para las danzas y los
títeres, y la estufa eléctrica con que el filántropo de Ángel solía prepararse
sus alimentos. Desde entonces cuando veo un desconocido con una Biblia debajo
del brazo y cara de yo no fui como la de aquel infeliz, arrugo la cara y pelo
el ojo.
Los sucesos se desarrollaron en
forma vertiginosa. Pasado el mediodía, cuando el sopor por la canícula solar
azota los espíritus, una invasión de Novas amarillos hizo sucumbir la quietud
de la tarde. Serían una docena o más de estos Chevrolet recién estrenados por
la policía política,
Antecedidos por dos camiones
antimotines repletos de gorilones vestidos de azul con sus características
botas de cuero blancas, que entraron al pueblo -en particular al barrio
Nazaret- golpeando a Raymundo y todo el mundo, los disipoles fueron aplicando
su plan de manera sistemática. Allanaron varios hogares llevándose algunos
detenidos y decomisando libros, documentos, casetes, discos y cuanta cosa les
pareciera útil para acusarnos de subversivos. Quizás esperaban encontrar pistas
sobre el paradero de Nihaus, el gringo secuestrado, pero debieron conformarse
sólo con la música y la literatura ñángaras que metieron en sus sacos.
La otra decepción de los agentes
represores fue que en vez de guerrilleros urbanos consiguieron artistas.
Resulta que a nuestro acto de presentación venían a colaborar los compañeros
del grupo musical Urupagua junto a miembros del teatro Gran Colombia y el poeta
José Quintero Weir. Los agarraron a todos llegando a Nazaret en el autobús que
los traía desde Maracaibo.
Los que estábamos en Belén
terminando de armar la tarima fuimos los últimos en enterarnos de lo que pasaba
al observar el montón de gente corriendo hacia nosotros y divisar a unos
quinientos metros los camiones antimotines. Los policías parecían locos
golpeando a quien se les atravesara y aún disparando contra los compañeros que
optaron por lanzarse al agua y nadar para huir. Detonaron bombas lacrimógenas y
repitieron sucesivos disparos de escopeta contra la gente común del barrio.
También accionaron sus pistolas contra objetivos más precisos: los compañeros
que nadaban en las turbias aguas del lago allí donde le penetra el cauce del
río Limón.
Algunas de estas imágenes alcancé
observarlas antes de que unos vecinos del lugar me terminaran de esconder
debajo de unos sacos de maíz tras el mostrador del abasto que regentaban.
Asfixiándome con el escaso aire que lograba inhalar, entre el peso del maíz y
la repelencia del gas lacrimógeno, sentí ganas de quedarme dormido, y algo así
debió ocurrir en algún momento, porque cuando mis humildes protectores me
dijeron que ya podía salir, por segundos creí que despertaba de un sueño donde
habían ocurrido los hechos que acababan de acontecer.
Rebobinar rápidamente y pasar a
tomar decisiones en un santiamén me llevó a saltar apenas se abrió el portalón
de la tienda, despedirme con un gesto de manos y correr entre manglar y salina.
A cinco kilómetros de allí tenía papá una cría de vacas y cerdos. Calculé
llegar antes del anochecer que era la hora en que él regresaba a casa. Le conté
lo sucedido y le pedí ayuda. Molesto conmigo, me reprochó por el susto que
estaría pasando mamá. Aún así, todavía le insistí en averiguar la situación de
mis compañeros y en su camioneta azul me paseó por algunas calles donde ellos
vivían, pero muy poco pudimos averiguar. A las dos de la madrugada, después de
pasar por varios escondites y quitarme de encima la mugre del camino de fuga,
el abuelo Nataniel, fue el encargado de evadirme. Iríamos a la costa sureste
del Lago de Maracaibo: a Bachaquero.
Hacerse Hombre
La despedida fue confusa debajo
del níspero frondoso que servía de techo a uno de los garajes de la casa de mis
abuelos paternos. Casa de curioso concepto constructivo y una de las primeras
con platabanda en la comunidad. Mi abuelo Luis Finol fue un hombre muy
emprendedor. Tempranamente descubrió el potencial de la industria de la
construcción en un país petrolero que recién despertaba a los arrebatos de la
urbanización. Fundó empresa familiar trayendo piedras desde isla de Toas hasta
la playa de Los Hornos, de su propiedad, y donde pasamos los mejores y más
felices momentos de la infancia, adolescencia y más allá. Era nuestro
particular parque de diversiones.
En la vieja residencia que
llamábamos El Hatico montó el taller de elaboración artesanal de bloques. Los
camiones entraban y salían a cada rato cargados de material hacia la ciudad de
Maracaibo. Tuvo que ocurrir aquel terrible accidente en que un convoy del
ejército le pasó por encima a Tío Heberto para que todo se viniera abajo. El
segundo de sus hijos y primer varón, era el soporte operativo del negocio
familiar. Entre el golpe afectivo y los gastos médicos, echaron al piso los
esfuerzos pioneros de “Papá Luís”, como le decíamos sus numerosos nietos. Hombre
recio como el que más, ante Luis Finol todos actuábamos con moderación y
respeto soberano. Nunca aceptó las malas conductas. La honorabilidad era apenas
un sencillo asunto de la cotidianidad. La palabra empeñada, razón a honrar sin
derecho a las excusas.
Tal cual actuó cuando lo de la
división del viejo Prieto Figueroa frente a
Esa noche recordé mucho a mi
abuelo que nos había dejado precozmente la primavera de 1971.
Papá no hablaba, sólo fumaba.
Mamá lloraba sin lágrimas y me inundaba de bendiciones. Mi tío Tato me metió en
la cintura del pantalón un viejo revólver 38 que él nunca usó. “Sobrino, ya que
está metido en esta vaina, no se deje joder, que usted vale mucho”. Nataniel,
padre de crianza de mamá y responsable de mi clandestino traslado, me retiró el
arma y lo devolvió a su dueño con un presuntuoso gesto de poder: “Tranquilo
Tato, que vamos armados hasta los dientes”, mientras le mostraba dos pistolas
alzándose la guayabera amarilla.
Ya dentro del dodge coronet dos
puertas, me ordenó sentarme en el puesto trasero y me entregó un cañón corto
que guardaba en la guantera. “De aquí en adelante este es tu escapulario”, me
dijo. Y agregó una dura frase que ya le había escuchado antes y que no me
agradaba: “En las puertas del cielo, primero yo que mi padre”. Me recomendó
además que me hiciera el dormido en las alcabalas, cosa que contradije al
máximo sin proponérmelo, porque cuando llegamos al puente sobre el Lago de
Maracaibo, me puse en guardia con los ojos pepones y apreté con la derecha el
mango del revólver entre las piernas. El abuelo, avispado como era, mostró al
guardia su credencial de funcionario del Ministerio del Trabajo y lo saludó con
una jerga incomprensible sin detener el auto completamente.
Seguía oscuro cuando entramos a
la casa del Campo Progreso. Abuela esperaba despierta y en actitud de alarma.
Nos saludamos con un beso y rápidamente me llevó del brazo hacia el interior.
Me ofreció agua, preguntó por mamá, y me despidió con un “mañana hablamos” que
sonaba a regaño mientras atendía la conversa de su marido.
Por supuesto no dormí. Entre mis
inquietudes y el sofocante calor de Bachaquero me mantuvieron en vela el resto
de la madrugada. El amanecer fue rápido y excesivamente luminoso. Está bien que
por el oriente salga el sol, pero no es para tanto. Aquí es como si se te
metiera en la hamaca a quemarte la pereza para obligarte a trabajar. Paradójico
pero cierto. La gente de esta zona del país es muy trabajadora. El olor del
abundante petróleo con sus gases asociados lo inunda todo. Aquí la vida huele y
sabe a petróleo.
Pensaba en mis compañeros
mientras me mecía contra la pared que a esa hora ya estaba caliente como si
fueran las doce del mediodía. También me sentía extraño por no tener miedo.
Supongo que sería consecuencia normal de tener 16 años. Pero yo sólo pensaba en
como volverme a encontrar con ellos y la forma como continuaríamos el trabajo
político. Especulaba que a lo mejor nos pasarían a la “pata cerrada” o hasta
nos mandarían a otro lugar del país. Pensaba en Mamá y Papá, en cómo ellos
asumirían los días por venir, porque esto apenas comenzaba.
El desayuno se sirvió cercanas
las ocho. Pan, mantequilla enlatada, queso blanco y café con leche. Abuela
servía todo con elegancia y ternura. Casi no hablaba. Era evidente que esperaba
que el abuelo se fuera a su trabajo. Hablaría luego con su nieto, a solas.
María Araminta del Carmen Máxima
de Jesús la habían bautizado en su Táchira natal. Se le conocía como Araminta.
Nosotros le decíamos Abuela y era como nombrar las raíces más amadas de nuestra
historia. Ella mereció el respeto y el amor de toda criatura que se le
acercara. Su poderosa presencia sobre la tierra provocaba la calma de las
bestias y el silencio de las tormentas. Tuvo una vida difícil. Supo siempre
sobreponerse a las dificultades.
Por eso nuestra conversación fue
fluida, sin traumas. Ella sospechaba en lo que yo andaba metido porque llegó a
presenciar alguna de mis largas charlas con mamá sobre las injusticias de la
sociedad capitalista y la necesidad de construir un mundo de igualdad. La idea
le gustaba a ambas, pero Abuela sufría mucho y se molestaba por la tendencia
ateísta que tomé desde muy temprana edad. También ella cuestionaba mi
participación en las elecciones estudiantiles y las manifestaciones callejeras.
Al igual que siempre, terminó
echándome un saco de bendiciones con el respectivo pase de mano desde la frente
hasta la nuca y el conmovedor beso en la frente con el que lograba calmar gran
parte de mis angustias.
Esos días los pasé bastante
aburrido, aunque parecía disfrutarlos. Particularmente cuando los abuelos
dormían la siesta y por las noches. Los medio días ardientes los pasaba en el
pequeño patio oyendo radio. A veces fumé algún cigarro escondido de Abuela, por
supuesto. Lo hacía por vergüenza más que por temor.
Escuchaba la radio como
escrutando alguna señal que nunca llegaba. Soñaba despierto con situaciones
favorables a
Debo confesar que si para la
época no estaba enamorado de alguna muchacha en particular, idealizaba una cada
vez que escuchaba esa hermosa canción llamada Todos los barcos, todos los
pájaros. Que lindo tema y que buena compañía me hizo. Recuerdo que cuando
salí de la clandestinidad aprendí a tocarla con mi amigo Francisco Sánchez,
alias Zona Franca, un gordo bien de pinga que tocaba la guitarra tan suave que
parecía acariciarla.
Pero para mi verdadero y único
amor por esos tiempos, tenía la insuperable Canción mansa para un pueblo
bravo, del eterno Alí Primera. No se como, pero la “Canción mansa” se metió
en la radio a pesar de la censura que pesaba sobre la voz del Cantor del
Pueblo, el hijo de Carmen Adela.
Alí fue motor y combustible del
proceso de concienciación del pueblo venezolano. Lo que no lográbamos nosotros
con Ruptura, ni los de
Yo lo admiraba y quería como si
fuera mi familia. En casa tuvimos el primer casete que llegó al Moján. Lo trajo
Mamá del centro de Maracaibo donde solía comprar los sábados los insumos para
sus invenciones creativas en corticostura, bordado y tejido. También trajo para
dárselos a papá que estrenaba camioneta con equipo de sonido, el cartucho de
Luís Aguilar “El gallo giro” que traía su magnífica versión del Siete Leguas y
Carabina 30-30, y uno de Jesús Sevillano con Cerecita, El Curruchá y Las brumas
del mar. Casi nada. Estábamos jochaos, que en nuestra lengua regional quiere
decir, ufanos.
Oír música en la radio y algún
que otro noticiero fueron mis pasatiempos de enconchado. No había mucho que
escoger en aquellos campos petroleros que diseñaron los gringos para que la
clase trabajadora repusiera sus energías y volviera despierta al día siguiente
a su jornada a producir toda la plusvalía que se pudiera.
En estos campos estalló en 1936,
cuarenta años atrás, la primera huelga proletaria de los petroleros que pedían
un bolívar de aumento y agua para no deshidratarse en las incandescentes selvas
de Mene Grande, unos veinte kilómetros más al sur de donde me hallaba.
En esta tierra y en este Lago
sembrados de petróleo en toda la extensión de sus entrañas, la sangre obrera se
confundió con el aceite, y el sudor de la familia campesina desplazada al
“Negro Dorado”, dejó de dar maíz a los hijos para enviar sus frutos al bolsillo
de las transnacionales y comenzar a ser otros con otros valores y otra cultura.
La cultura gringa llenó
No recuerdo cuántos días pasé
enconchado en casa de Abuela en Bachaquero. Creo que los suficientes para
querer regresar. Llegamos a El Moján a las once de la mañana. Las calles
estaban luminosas. Yo vestía ropa nueva que Abuela me suministró. Algunos me
dijeron que parecía de marinero. Zapatos de goma y tela azules claros, un poco
común pantalón muy blanco, y franela a rayas. No me imagino vestido así.
Ciertamente parecía otro, que era la intención.
También me hicieron cortar el
cabello. Fue en Tía Juana, el único lugar al que salimos durante mi cautiverio
para visitar a mi tía Mary; salida que por cierto aproveché para verme con mi
amigo Fernando, compañero que también estaba enconchado con unos familiares
suyos en el campo Venezuela. Allí conocí a Gerardo, primo de Fernando que era
del MIR. En alguna ocasión nos volvimos a ver por El Moján.
Total, rapado como recluta y
trajeado de marinero, la verdad que a la gente se le hizo gracioso reconocerme.
Burlas no faltaron.
Mamá se veía radiante. Su
semblante triste y hermoso tenía un brillo espiritual muy especial. Estaba
feliz de volverme a tener con ella. Me fastidiaba besándome y abrazándome a
cada instante. Nos amábamos mucho. Nos identificábamos mucho. A pesar de ser
cinco hermanos sus amigas me llamaban “el hijo de Rita”, porque siempre nos
veían compartir una unidad de afecto y criterio muy contundente.
Ella ya en ese entonces era
considerada una colaboradora del Partido. Unos meses después pasó a ser
militante del ala clandestina del PRV.
A los pocos días de mi regreso se
convocó una reunión secreta de la militancia en las afueras de El Moján, en un
lugar que yo conocía muy bien desde mis andanzas infantiles: el Caño de Los Villalobos.
La nota que me enviaron decía que nos veríamos a las tres en punto.
Allí estuvimos puntuales, como
era la costumbre. Fuimos casi todos. Algunos habían cambiado mucho su
apariencia. Otros, barbados y ceñudos, reforzaron su ya evidente imagen de zurdos,
poniéndonos en mayor evidencia.
Luego del balance y los puntos de
información, el tema era uno: quiénes se quedan. En labios de Euclides la pregunta sonaba algo
más que dramática. La situación exigía definiciones claras. Uno sólo se atrevió
a confesar que no continuaría en Ruptura. Era un colaborador y su franqueza me
provocó admiración. Fue enfático. Lo recuerdo clarísimo. Dijo:”Yo no sirvo pa’
esta vaina. Voy a matar a mamaíta de un susto. Yo estoy cagao”.
Para mí fue el más valiente del
grupo esa tarde.
Por mi parte todo estaba aclarado
desde hacía tiempo. Era el camino de vida que había escogido consciente y
voluntariamente. Pero desde esos días hubo un cambio en mi actitud frente a la
aventura que abracé como proyecto de vida. Parecía que hasta ese día yo viví mi
militancia como en un sueño, sin tener conciencia real del tremendo asunto de
que esto se trataba. A partir de allí cada decisión adoptada, cada paso dado,
debía asumirse con absoluta responsabilidad. Triunfar exigía ser sobretodo perseverantes,
pero también inteligentes.
Les comentaba estas reflexiones a
mis compañeros, cuando uno de los mayores del grupo me interrumpió con una
inusitada sonrisa y una palmada en el hombro: “Te estáis haciendo hombre,
carajito”.
Epílogo
A fines de 1979, los jefes del
PRV-RUPTURA se dividieron. No podían escapar a esa fatídica tradición de la
izquierda. Los que seguíamos siendo unos muchachos, simples militantes,
quedamos al garete, realengos, por decir lo menos. Cada uno tomó el camino que
mejor pudo. Sufrimos mucho aquella situación. Creo que nunca la superamos.
Algunos sucumbieron a la decepción. Otros, asistidos por una espontánea
perseverancia, seguimos en el activismo social en que estábamos metidos, y
continuamos la lucha en los escenarios posibles.
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