Mártir de la batalla constante
A José Luís Acosta
Venir del barrio, de familias que vinieron de los
campos, tal vez resecos de pobreza, tal vez devorados por la ruina, tal vez
imantados por la ilusión venturosa. Seguro asidos al timón trabajo, con las
manos callosas o sangrantes, con la piel tostada en jornadas salvajes, con el
honor que sólo la altivez del proletario salva y hereda.
Creer de joven que el estudio premia, volcarse al
libro como nave etérea, lucir un uniforme liceísta cual bandera, saltarse los
escollos en sorpresiva levitación de pájaros, salir de las oscuras cuevas y
entrar triunfante en la ruta de la anhelada luz.
Fuimos los pechos bisoños contra la brutalidad del
poder. Aprendimos a despertar la vida con el atrevimiento como madrugada. Nos nació
lo montaraces de la indiada nunca domesticada por la amenaza bíblica. Bullía en
nuestras arterias el cumbe cimarrón de los libertos.
Estudiamos aquella palabra que alimentaba nuestra
espontánea sed de verdades. Comprendimos que la historia pasada debe voltearse
y rehacerse para esclarecer la conciencia. Y que sólo a conciencia se puede
construir la Historia que nos toca.
Desencadenamos gente que hubiese preferido seguir
atada al dogma. Anduvimos caminos entrampados. Nos emboscaron a capricho. Nos apuñalaron
por la espalda. Si aún el propio Libertador es víctima de las calumnias, qué
podíamos esperar unos simples mortales. No todo es amor en el mundo que
pisamos. Padecemos. Las luchas no dejan pausa ni para el alivio del sinsabor. La
máquina de lo cruel no se detiene. No sabe de calma ni treguas. Va devorando vidas
al azar como ruleta de odio.
Pese a todo, la terca perseverancia reanima cada instante
del guerrero. Nadie sabe de dónde sale su energía. Sólo él, en el intenso
soliloquio de la noche, revisa en su memoria las heridas, esos trofeos que no
valoran victorias o derrotas, sino que adornan en los pasos, la constancia.
Yldefonso Finol
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